¿ES NECESARIA LA AUTORIZACIÓN DE LA DELEGACIÓN DEL GOBIERNO CUANDO EL ADQUIRENTE DE BIENES INMUEBLES SITOS EN LAS CIUDADES DE CEUTA Y MELILLA ES ESPAÑOL (O EXTRANJERO COMUNITARIO)?
UN POSIBLE CASO DE DEROGACIÓN TÁCITA POR SOBREVENIDA INCONSTITUCIONALIDAD
(Comentario a la Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 19 de octubre de 2017 -BOE 11-11-2017-)
Guillermo Cerdeira Bravo de Mansilla
Catedrático de Derecho Civil
Universidad de Sevilla
SUMARIO:
I.- Los hechos ocurridos y los fundamentos jurídicos alegados en el caso a dictaminar.
II.- Ante todo, la idoneidad de centrar la cuestión en la derogación tácita.
III.- La derogación tácita ex art. 2.2 CC: su admisión y requisitos, aplicados al presente caso.
- Como premisa: la igualdad jerárquica de las normas en lid, según las razones alegadas en el caso.
- La identidad de materias y de destinatarios de las normas en conflicto, y el inútil juego, en el presente caso, ente ley general y ley especial.
- La existencia de una contradicción e incompatibilidad material (de fines y principios) entre las normas en conflicto, coadyuvada por la exigencia constitucional de igualdad, o no discriminación injustificada entre españoles (ni con extranjeros comunitarios).
- La derogación tácita y sobrevenida de una norma preconstitucional por vulneración del principio constitucional de igualdad (del art. 14 CE): nuestro caso y otros numerosos precedentes.
- La posible declaración derogatoria por cualquier órgano público, administrativo o jurisdiccional, al tratarse de una inconstitucionalidad sobrevenida, referida a normativa preconstitucional.
- Alcance, legal y reglamentario, pero solo parcial, de la derogación, y su posible contenido alternativo obtenido por vía interpretativa.
- Un apunte sobre su posible tramitación judicial.
I.- Los hechos ocurridos y los fundamentos jurídicos alegados en el caso a dictaminar.
Como se narra en la propia Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado (en adelante, DGRyN), de 19 de octubre de 2017 (publicada en el BOE de 11 noviembre 2017), los hechos acontecidos en el presente caso, sobre el que se requiere dictamen, fueron los que siguen:
“Mediante escritura autorizada por el notario de Ceuta (X), … los esposos A y B, ambos de nacionalidad española, convinieron la aportación de una finca, que se indicaba pertenecía privativamente a uno de ellos, a la sociedad de gananciales… Se indicaba, a continuación, que se había solicitado la autorización de la Delegación del Gobierno en Ceuta para adquirir la finca en cuestión… Posteriormente, los referidos consortes, mediante –otra- escritura otorgada ante el mismo notario…, procedieron a disolver y liquidar su sociedad de gananciales, adjudicándose el bien descrito por mitad e iguales partes, con carácter privativo (no se contiene referencia alguna a la autorización de la Delegación del Gobierno). (…) Presentadas las referidas escrituras en el Registro de la Propiedad de Ceuta, fueron objeto de la siguiente nota de calificación… negativa -pues- No se acompaña ni testimonia la preceptiva autorización para la adquisición de dominio … en la Ciudad de Ceuta cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente. Fundamentos de Derecho: Disposición Final Primera –DF 1ª, en adelante- del Reglamento de Ejecución de la Ley 8/1975, de 12 de marzo, de zonas e instalaciones de interés para la defensa nacional, aprobado por Real Decreto 689/1978, de 10 febrero… (…) Contra la anterior nota de calificación, -el- notario de Ceuta interpuso recurso –apoyado en los siguientes- Fundamentos de Derecho: Primero.- Cita el Sr. Registrador en apoyo de su calificación –aquella- DF1ª…, sin tener en cuenta que el artículo 106 de la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, y por lo tanto con fecha posterior a la norma reglamentaria…, introdujo una disposición adicional –DA, en adelante- en –aquella misma- Ley 8/1975, de 12 de marzo, de la que el Reglamento alegado en la nota de calificación es mera norma de desarrollo, que vino a establecer un régimen opuesto al que la disposición reglamentaria había establecido para los actos a que se refieren los arts. 37 y 46 del Reglamento cuando tenían por objeto bienes inmuebles sitos en Ceuta y Melilla. Frente al sistema reglamentario que establece la necesidad de obtener la autorización administrativa correspondiente, con anterioridad a la autorización de escrituras que formalicen actos y negocios cuyo objeto sean bienes inmuebles radicantes en Ceuta, cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente o interesado…, la DA de la Ley establece un sistema de no necesidad de la previa autorización administrativa… cuando el adquirente de los mismos sea una persona física que ostente la nacionalidad de un Estado miembro de la Comunidad Económica Europea. Segundo.- Dado que la DA de la Ley 8/1975, de 12 de marzo… fue introducida en nuestro ordenamiento jurídico con posterioridad a la DF del Reglamento de desarrollo de la citada Ley,… se ha operado la derogación tácita de la misma en los términos del art. 2.2 del Código Civil,… lo que determina la aplicación a la escritura calificada lo dispuesto en la DA de la Ley 8/1975, de 12 de marzo…, teniendo en cuenta que los dos únicos otorgantes de la misma, son personas físicas de nacionalidad española, y por lo tanto comunitarios”. En definitiva, y como se resume en la propia Resolución de la DGRyN, “el notario recurrente alega que la DA introducida por la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, en la citada Ley 8/1975 (norma de rango superior al Reglamento que además es posterior en el tiempo) habría dejado tácitamente sin aplicación la norma reglamentaria invocada como fundamento de la calificación negativa (disposición ésta que, además de ser de rango inferior a la disposición legal referida, es anterior en el tiempo)”.
Este razonamiento será, sin embargo, rechazado por la DGRyN, por las siguientes razones, que reproducimos casi íntegramente a continuación:
“En primer término, … la DA –de la Ley 8/1975-, en su redacción por la Ley 37/1990, de 27 de diciembre, determina lo siguiente: «1. Las limitaciones que para la adquisición de la propiedad y demás derechos reales sobre bienes inmuebles, así como para la realización de obras y edificaciones de cualquier clase, son de aplicación en los territorios declarados, o que se declaren, zonas de acceso restringido a la propiedad por parte de extranjeros, en virtud de las previsiones contenidas en las disposiciones que integran el Capítulo III, no regirán respecto de las personas físicas que ostenten la nacionalidad de un Estado miembro de la Comunidad Económica Europea; tratándose de personas jurídicas que ostenten dicha nacionalidad, el aludido régimen será de aplicación en los mismos términos que se prevé respecto de las personas jurídicas españolas.(…) 2. Lo dispuesto en el apartado anterior no regirá respecto de los nacionales comunitarios a los que se hubiese aplicado o se aplique el régimen previsto en el artículo 24». (…) Debe tenerse en cuenta que, en relación con el verdadero alcance de la norma, se ha entendido que tal DA se ocuparía de determinar el ámbito subjetivo de las limitaciones que nacen de la Ley de 1975 y concretamente de su Capítulo III, básicamente para equiparar la condición jurídica de empresas y nacionales comunitarios a la de las empresas y nacionales españoles, para evitar una discriminación legal entre nacionales españoles y comunitarios, que se estimaría incompatible con los tratados de las Comunidades Europeas. (…) A su vez, la DF 1ª del ya citado Reglamento en desarrollo de Ley 8/1975… tiene un alcance diferente, al tratarse de la ejecución de una autorización que el Congreso, a través de la Ley 37/1998, confirió al Gobierno en la DF 2ª de la misma Ley de zonas e instalaciones de interés para la Defensa Nacional (tal y como quedó redactada por la DA 2ª de la Ley 37/1998), a cuyo tenor –se refiere, en realidad, a la DF 2ª de la Ley 8/1975 reformada-: «Con independencia de lo dispuesto en esta Ley, y sin perjuicio de su aplicación a Ceuta y Melilla, el Gobierno queda expresamente facultado para dictar, con relación a las mismas, las normas especiales que las necesidades de la defensa nacional aconsejaren según las circunstancias de cada momento y, entre aquéllas, la exigencia de autorización del Consejo de Ministros en todos los casos de transmisión y gravamen de la propiedad de bienes inmuebles, así como construcción de obras o edificaciones, cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente. Mediante Real Decreto, el Gobierno podrá acordar la desconcentración de la facultad para otorgar estas autorizaciones. Los órganos a los que se atribuya tal facultad tendrán la potestad sancionadora prevista en los párrafos primero y segundo del artículo treinta de esta Ley.» (…) Y en este sentido la reformada DF 1ª de dicho Reglamento comienza expresando que se dicta: «De conformidad con lo establecido en la disposición final segunda de la Ley 8/1975, en la redacción dada por la Ley 37/1988, de 28 de diciembre, y sin perjuicio de la aplicación de los preceptos de ésta, y sus normas reglamentarias en Ceuta y Melilla, cuando los actos a que se refieren los artículos 37 y 46 de este Reglamento recaigan sobre inmuebles sitos en las mismas, será necesaria la previa autorización del Consejo de Ministros, cualquiera que fuese la nacionalidad del adquirente o interesado, sustituyendo, en todo caso, dicha autorización a la de carácter militar prevista en este Reglamento». (…) Por tanto, es indudable que hay específicas determinaciones legales aplicables en las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla por razón de Defensa Nacional, independientemente de lo ya dispuesto en la Ley 8/1975, pues… fija específicamente una muy concreta limitación que el Gobierno puede establecer mediante la aprobación de la correspondiente norma reglamentaria, cual es la necesidad de autorización del Consejo de Ministros (luego desconcentrada reglamentariamente en las respectivas Delegaciones del Gobierno), para todos los casos de transmisión y gravamen de la propiedad y declaraciones de obra sobre inmuebles sitos en Ceuta y Melilla. (…) Por ello la finalidad de tal limitación específica nada tiene que ver con las genéricas limitaciones impuestas por la Ley 8/1975, cuyo núcleo radica en la distinción entre españoles y extranjeros, lo cual precisamente se corrige para no vulnerar la legislación comunitaria, debiendo repararse además en un dato esencial, cual es que la reforma operada en 1990 respecto de la DA de la Ley tiene como sujetos a las empresas y nacionales de países comunitarios, en tanto que la DF 1ª del Reglamento no tiene ningún sujeto determinado, dada la fórmula inclusiva usada por la norma habilitante (cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente), de modo que el origen y fundamentación de la tantas veces referida norma reglamentaria deriva de la potestad delegada al poder Ejecutivo por el Legislativo para dictar los instrumentos normativos necesarios para acomodar las futuras necesidades de defensa nacional en esas Ciudades Autónomas. En suma, estamos ante un evidente supuesto de delegación, vía autorización por parte del legislador al Gobierno, por lo que no cabe entender que se trate de un supuesto de derogación tácita ex lex posterior. (…) Debe añadirse que se ha puesto de relieve cómo la eventual imposición por razones de defensa militar de la necesidad de autorización para nacionales españoles y para comunitarios, por igual (esto es, sin discriminar entre nacionales y extranjeros), para acceder a la propiedad de inmuebles en determinadas zonas consideradas estratégicas no se opone a la Constitución Europea,… (…) Para concluir, y abordando un plano teórico la cuestión que se plantea en el recurso respecto de la derogación tácita de las normas de rango inferior a la ley, es admitido que ésta puede ser apreciada y declarada por cualquier órgano administrativo o jurisdiccional que haya de aplicarlas (aunque este principio tiene excepciones). Ahora bien, también hay acuerdo general en entender que la aplicación de la existencia de derogación tácita de normas con rango de legal es materia propiamente jurisdiccional; y éste sería hipotéticamente el supuesto del presente recurso, pues el Reglamento de desarrollo vendría a ser ejecución, vía habilitación al Gobierno por parte del Legislativo, de la DF 2ª de la Ley 8/1975 (derivando así una norma legal), por lo que el supuesto conflicto se produciría entre normas del mismo rango de ley, y en este punto ni notarios ni registradores estarían habilitados para resolverlo”.
Quid iuris?
II.- Ante todo, la idoneidad de centrar la cuestión en la derogación tácita.
Sin duda ninguna, se nos presenta una cuestión singular, excepcional: la de la limitación del poder de disposición de la propiedad inmobiliaria, cuya validez en el supuesto planteado se supedita a que tal disposición de la propiedad de bienes inmuebles situados en las Ciudades de Ceuta y Melilla se realice previa autorización de la Delegación del Gobierno y se proceda luego a la escritura y posterior inscripción de tal acto dispositivo así autorizado previa y administrativamente (así se desprende de los arts. 20 y 21 de la Ley 8/1975, de 12 de marzo, de zonas e instalaciones de interés para la Defensa nacional, señalando incluso el último de los preceptos indicados que la falta de cumplimiento de tales requisitos –de previa autorización y posterior inscripción- “determinará la nulidad de pleno derecho de los mencionados actos” dispositivos).
Por supuesto, se trata de una limitación en la propiedad justificada por una razón de interés general, que ya se advierte en la misma Exposición de Motivos de aquella Ley 8/1975, al hablar de “limitaciones que afectan a la propiedad privada por imperativos de la Defensa Nacional” al tratarse de “zonas militares de costas y fronteras”, de “zonas polémicas”; en fin, de “zonas en que el acceso a la propiedad inmueble y la constitución de derechos reales a favor de extranjeros se halla sujeta a diversas limitaciones”. En este sentido, aunque se trate de una ley preconstitucional, no parece haber dudas acerca de su adecuación a la función social a que el art. 33.1 de la Constitución Española (CE, en adelante) somete la propiedad privada. No es, por tanto, más que uno de tantos supuestos en que la propiedad privada se ve limitada en su ejercicio por razones de interés público o general.
Tal justificación, sin embargo, no impide que, consagrado como principio general del Derecho la libertad presunta de la propiedad, todo aquello que la limite, convencional o legalmente y cualquiera que sea la razón que la limite, sea algo singular, excepcional frente a la regla general de la libertad. Eso explica, entre otras cosas, que toda limitación legal a la propiedad no pueda ser aplicada por analogía (art. 4.2 CC), lo que, en el caso, impediría, en principio, aplicar sin más la razón contenida en la DA de la Ley 8/1975 (introducida por aquella Ley 31/1990), a la DF 2ª de la Ley 8/1975, o la DF 1ª del Reglamento que la desarrolla; amén de que tampoco se justificaría dicha traslación al no haber, en principio también, ninguna laguna que colmar en estas otras normas –legal y reglamentaria-.
Tampoco parece que deba regir necesariamente en la cuestión un criterio de interpretación restrictiva por tratarse de normas excepcionales (y que, por ejemplo, pudiera servir para cuestionar si en los actos de “transmisión” de la propiedad a que se refieren in abstracto todas las normas que están aquí en juego, como son los arts. 37 y 46 del Reglamento a que se remite la DF 1ª de dicho Reglamento, pueden, o no, aplicarse a casos de atribución de ganancialidad a un bien inicialmente privativo, o de liquidación patrimonial de una sociedad de gananciales). Aunque aún rija en la jurisprudencia, más como tópico que como auténtico principio, la necesidad de interpretar restrictivamente tanto las normas excepcionales como las limitaciones, sobre todo convencionales, impuestas a la propiedad, tal criterio decae en el presente supuesto, donde se trata de aplicar límites legales (no voluntarios) impuestos por razón de interés general. Como yo mismo explicaba en mi Tratado de servidumbres, al distinguir entre límites y limitaciones del dominio: “los límites de la propiedad -todos ellos de origen legal- son intrínsecos a la misma, son institucionales, innatos al dominio; constituyen el estatuto normal, natural de la propiedad, moldean y delimitan de forma originaria su contenido. Así como la libertad -y la propiedad, como expresión de libertad- está de suyo sujeta a sus propios límites, el dominio inmobiliario también está sujeto a sus propios límites. Son sus «fronteras naturales», en feliz expresión de Montés Penadés … Aquella libertad e igualdad propia de los límites legales explica, a su vez, que su existencia deba presumirse, sin necesidad de ser probada, como tampoco debe ser alegada la ley ante los tribunales para ser aplicada (por mor del iura novit curia, cfr., art. 1.7 CC). Al ser impuestos tales límites por la ley, bastará con acreditar que se da en efecto su presupuesto de hecho, para que la ley, con el límite que contiene, sea aplicada. (…) Eso mismo explica que al tratarse de límites queridos por la propia ley, en caso de duda sobre su propio alcance, sea posible, si el caso lo requiere, una interpretación amplia de dicha ley, a favor, por tanto, del límite, que no restringe la propiedad, sino que la moldea para su adecuado ejercicio”.
Según cada caso, pues, y sin apriorismos lógicos interpretativos, cabe que en materia de límites legales de la propiedad quepa cualquier interpretación por su resultado, sea éste extensivo o bien restrictivo.
Por ello, nada impide que, en teoría, en el caso que ahora nos ocupa aquellas normas anteriores en el tiempo (la Ley 8/1975 y su Reglamento de ejecución de 1978), pudiesen ser interpretadas desde la posterior Ley 31/1990, con el efecto derogatorio que el notario del caso pretende (o también con el efecto corrector, restrictivo, que luego en este dictamen se propone como alternativa). Al fin y al cabo, como decía hace tiempo Don Federico de Castro (en su Derecho Civil de España, reimpresión de 1984, Madrid, pág. 360), en toda posible derogación tácita, como en la expresa genérica, subyace “una delicada tarea interpretativa”, como, precisamente, en el presente caso sucede.
Pasemos, pues, sin mayor dilación, a tan delicada interpretación:
III.- La derogación tácita ex art. 2.2 CC: su admisión y requisitos, aplicados al presente caso.
Refiriéndose a la derogación tácita de las normas, el maestro De Castro (en su citado Derecho Civil de España, pág. 360, y con apoyo en la STS de 30 agosto 1924), señalaba «como indicación orientadora, que para admitir la voluntas abrogandi de la nueva disposición respecto a otra anterior, se precisan los siguientes requisitos: 1º Igualdad de materia en ambas leyes; 2º Identidad de destinatarios de sus mandatos; y 3º Contradicción e incompatibilidad entre los fines de los preceptos». Y así lo recogería nuestra jurisprudencia (siendo destacables, entre otras, las SSTS de 14 enero 1958, 31 octubre 1996 o, más recientemente, la de 21 marzo 200021), recogiendo lo que, finalmente, el art. 2.2 CC, tras su reforma en 1974, dirá: «Las leyes sólo se derogan por otras posteriores. La derogación tendrá el alcance que expresamente se disponga y —añade, en cuanto a la posible derogación tácita— se extenderá siempre a todo aquello que en la ley nueva, sobre la misma materia, sea incompatible con la anterior».
En mi opinión, todos los requisitos, de forma y fondo, que se exigen para la derogación, en general, de cualquier norma, y para que, en particular, dicha derogación sea tácita, parecen concurrir en el presente caso; aunque, en mi opinión, no haya habido en las alegaciones hechas en el caso la comparación normativa exacta. Veámoslo.
1.- Como premisa: la igualdad jerárquica de las normas en lid, según las razones alegadas en el caso.
De conformidad con el principio de jerarquía normativa, consagrado constitucionalmente (en el art. 9.3 CE), y recogido por nuestro Código Civil (en general, en el art. 1.2 CC, y, también, en materia de derogación, en el art. 2.2 CC, cuando dice que «Las leyes sólo se derogan por otras posteriores»), ningún problema hay en el presente caso de plantear la posible derogación. Naturalmente, aquella exigencia ha sido advertida también en nuestra jurisprudencia (como en las SSTS de 14 enero 1958, 10 mayo 1979, 19 mayo 1997, o la de 29 septiembre 2005). Se decía, por ejemplo, en la primera de las citadas: «Que la modificación o derogación ha de ser hecha por una norma que no tenga rango inferior a la derogada, porque su eficacia está así condicionada».
Ahora bien, en el caso que nos ocupa hic et nunc, el notario entiende derogada una norma reglamentaria anterior –la DF 1ª del Reglamento de Ejecución de 1978- por una norma legal posterior –la DA de la Ley 8/1975, que aquél desarrolla, pero introducida tal DA ex novo por la Ley 31/1990-. En cambio, para la DGRyN hay una confrontación entre normas con igual rango legal, al decir, recuérdese, que “éste sería hipotéticamente el supuesto del presente recurso, pues el Reglamento de desarrollo vendría a ser ejecución, vía habilitación al Gobierno por parte del Legislativo, de la DF 2ª de la Ley 8/1975 (derivando así una norma legal), por lo que el supuesto conflicto se produciría entre normas del mismo rango de ley, y en este punto ni notarios ni registradores estarían habilitados para resolverlo”.
Entre ambas opiniones, hay que decantarse por esta segunda, aunque haya sido expuesta de un modo algo confuso, pareciéndole otorgar rango legal a la DF 1ª reglamentaria por el solo hecho de haber sido promulgada por previa delegación legislativa. Pero, de admitirse tal razonamiento, ¿cuántos reglamentos dejarían de serlo, para convertirse en normas legales, por el simple hecho de que son normas delegadas o de desarrollo de leyes anteriores que los autorizan? En mi opinión, la conclusión, en sí acertada, a que llega la DGRyN se debe a otra razón; la que sigue:
En el punto conflictivo del asunto que tratamos, la DF 1ª del Reglamento, en su redacción vigente, coincide plenamente con la DF 2ª de la Ley 8/1975, ya en su versión originaria, pues hoy ambas normas exigen previa autorización administrativa para la disposición de cualquier bien inmueble sito en Ceuta, o en Melilla, ¡“cualquiera que fuese la nacionalidad del adquirente”! No hubo tal coincidencia al principio, cuando la norma reglamentaria, en su originaria redacción recibida en 1978, curiosamente modificaba tal precisión de la ley, al solo exigir la autorización administrativa cuando “los adquirentes sean extranjeros o españoles nacionalizados”. No es, por supuesto, ahora el momento de cuestionar la legitimidad de tal corrección operada por una norma reglamentaria frente a la dicción de la ley que, precisamente, venía a ejecutar, al no estar ya hoy vigente tal distanciamiento. Al contrario, desde que aquella DF 1ª del Reglamento fue modificada por el RD 2636/1982, de 12 de agosto, y luego mantenida en este punto por el RD 374/1989, de 31 de marzo, su coincidencia textual en aquel fragmento con la DF 2ª de la Ley 8/1975 es absoluta. Todo lo cual conduce a que la posible derogación, al menos en tal coincidencia, pretendida por el notario del caso desde la DA de la propia Ley 8/1975, haya que referirla a otra norma de rango legal (la DF 2ª de la originaria Ley 8/1975), y por extensión, al coincidir en su contenido, también a la norma reglamentaria (la DF 1ª del Reglamento de Ejecución de dicha Ley).
Por supuesto, nadie cuestiona en el caso que no se cumpla la exigencia lógica de que la posible norma derogatoria en el caso sea posterior en el tiempo a la derogada. Porque aunque contenidas todas las normas del caso en lid en idéntica norma (la Ley 8/1975, de 12 de marzo), la posible norma derogatoria (la DA de dicha Ley), fue introducida sin precedentes en aquélla por la Ley 31/1990, de 27 de diciembre, frente a la norma legal derogada (la DF 2ª de igual Ley), ya existente en la versión originaria de 1975 (aunque luego levemente retocada por la DA 17 de la Ley 37/1988, de 28 de diciembre, que en esta cuestión, al menos, no influye en nada). Tampoco incide que la DF 1ª del Reglamento de Ejecución haya sido posteriormente retocado en dos ocasiones, pues tales han sido siempre anteriores (una en 1982 y otra en 1989), a la DA de la Ley 8/1975 (introducida en 1990).
2.- La identidad de materias y de destinatarios de las normas en conflicto, y el inútil juego, en el presente caso, ente ley general y ley especial.
Aunque sin mencionar las enseñanzas del maestro De Castro, y sin citar la significativa jurisprudencia que la secunda (arriba referidas), nos parece que el Leitmotiv en la argumentación de la DGRyN es negar que las normas puestas en conflicto por el notario del caso aborden igual materia y tengan idéntico ámbito subjetivo de aplicación, lo que, de suyo, impediría ya compararlas para ver si se cumple el tercero y último de los requisitos vistos, también arriba (el de la existencia de incompatibilidad o contradicción entre ellas), que, en efecto, concluya definitivamente en la derogación tácita de la norma anterior. Al negar aquellas identidades –de objeto y sujeto- entre ambas leyes, la DGRyN termina resolviendo el caso aplicando la regla deducible del art. 4.3 CC (que, por cierto, tampoco cita), esto es, la regla de que la norma especial (que sería la contenida en las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento), que lo es por solo aplicarse a las disposiciones inmobiliarias en Ceuta y Melilla, se aplica preferentemente a la norma general (que en el caso sería la DA de la propia Ley 8/1975, tras su reforma en 1990), que sería norma general sobre adquisición de inmuebles situados en zonas e instalaciones de interés para la defensa nacional.
Recuérdese que así lo dice en varias ocasiones (con subrayados míos de advertencias o llamadas de atención –hechos entre guiones-): “Debe tenerse en cuenta que, en relación con el verdadero alcance de la norma, se ha entendido que tal DA se ocuparía de determinar el ámbito subjetivo de las limitaciones que nacen de la Ley de 1975 y concretamente de su capítulo III, básicamente para equiparar la condición jurídica de empresas y nacionales comunitarios a la de las empresas y nacionales españoles… A su vez, la DF 1ª del ya citado Reglamento en desarrollo de Ley 8/1975… tiene un alcance diferente -¡dice!, o sea, no idéntico-, al tratarse de… que hay específicas -¡dice- determinaciones legales aplicables en las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla por razón de Defensa Nacional, independientemente de lo ya dispuesto en la Ley 8/1975, pues… fija específicamente -¡vuelve a decir para subrayar la especialidad- una muy concreta limitación… para todos los casos de transmisión y gravamen de la propiedad y declaraciones de obra sobre inmuebles sitos en Ceuta y Melilla. (…) Por ello la finalidad de tal limitación específica nada tiene que ver con las genéricas -¡dice!, esto es, generales o comunes- limitaciones impuestas por la Ley 8/1975, cuyo núcleo radica en la distinción entre españoles y extranjeros,… debiendo repararse además en un dato esencial, cual es que la reforma operada en 1990 respecto de la DA de la Ley tiene como sujetos a las empresas y nacionales de países comunitarios, en tanto que la DF 1ª del Reglamento no tiene ningún sujeto determinado, dada la fórmula inclusiva usada por la norma habilitante (cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente)”.
Con todo, al aplicar con preferencia una norma especial frente a la general, de suyo, está reconociendo la existencia de una colisión normativa, de una antinomia, que la hay porque, precisamente, ambas normas regulan, en principio, igual ámbito aplicativo (objetivo y subjetivo). Si, por ejemplo, ante un contrato de arrendamiento se aplicara la Ley de Arrendamientos Urbanos en lugar de las reglas que sobre arrendamientos contiene el CC, es porque hay tal identidad, aunque la ley especial sea más específica en su ámbito de aplicación. Por eso, para que se de la misma materia a los efectos de la derogación tácita, según nos dice Coca Payeras (en los Comentarios al CC, dirigidos por Albaladejo, tomados aquí de vlex), tal coincidencia se dará cuando ambas leyes regulan un mismo ámbito normativo de aplicación, o cuando, aun no regulando idéntico ámbito, regulan una misma temática o institución. Y, qué duda cabe, que ello acontece en el presente caso. No en vano, y sin negar que efectivamente pueda haber normas generales y especiales dentro de un mismo cuerpo normativo, llama poderosamente la atención (la nuestra, al menos, pero no, según parece, la de la DGRyN), que las normas puestas en colisión por la propia Resolución de la DGRyN sean dos normas de rango legal contenidas en la misma Ley 8/1975, de 12 de marzo (como son su DA y su DF 2ª). ¿Cómo negar, entonces, la identidad de materia y de destinatarios? La ley, en general, pone restricciones cuando se trata de disponer inmuebles situados en zonas polémicas, de interés para la Defensa Nacional, cuando los adquirentes sean extranjeros. Por eso dice la DA de la Ley 7/1975 que, junto a los españoles, libre de tales restricciones, hay que incluir a los extranjeros comunitarios, por actuales exigencias de igualdad. ¿Y acaso ello, tal razón, que es la nueva en el tiempo, no se contradice con la anterior restricción contenida en las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento, que alcanza a todo adquirente, cualquiera que sea su nacionalidad, española o extranjera, y siendo extranjera, sea o no comunitaria? ¿O acaso todo ello se resuelve, como pretende la DGRyN, con la aplicación de la regla lex specialis derogat lex generalis? Tal aplicación solo sería válida si la razón de cada norma (la una general y la otra singular), fuesen diversas y ambas por igual legítimas. Pero ¿es ese el caso?
Y todo, por no entrar en la cuestión, que considero excede del presente dictamen, de si una ley general posterior podría efectivamente derogar una ley especial anterior, contra el conocido aforismo que opera, precisamente, a la inversa (vid., por todos, en favor de aquella opción, Díez-Picazo Giménez, La derogación de las leyes, Madrid, 1990, pp. 344 a 363). De hecho, en nuestra jurisprudencia, la STS de 22 julio 1999 no pareció dar importancia al carácter general o especial de las leyes en contradicción a fin de que operase la derogación tácita en el caso que resolvía; en efecto, decía en la letra B), del punto 3, de su Fundamento de Derecho 3º: «No es, tampoco, aceptable el razonamiento de la recurrente en torno a la fuerza derogatoria de la ley posterior general respecto a la anterior especial, pues no es cierto, en principio, que la ley general posterior no pueda derogar a otra anterior especial, ya que, según el art. 2.2 CC, “las leyes se derogan por otras posteriores”. (…) Lo que es cierto, sin embargo, es que en la derogación tácita y al interpretar el alcance de la misma, ha de atenderse al alcance general o especial de la regulación, de suerte que, si la regulación general no incide en absoluto en la especial, manteniendo fuera de su ámbito la realidad jurídica contemplada por la norma especial, el efecto derogatorio no se produce, al incidir en ámbitos materiales diversos».
La cuestión, pues, sigue radicando en su posible incompatibilidad o contradicción.
Quid iuris?
3.- La existencia de una contradicción e incompatibilidad material (de fines y principios) entre las normas en conflicto, coadyuvada por la exigencia constitucional de igualdad, o no discriminación injustificada entre españoles (ni con extranjeros comunitarios).
Que el posible ámbito de aplicación subjetivo de las normas en pretendido conflicto en el caso -la DA, por un lado, y las DDFF 2ª de la misma Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento, por otro-, sean diversos, no impide la contradicción o incompatibilidad entre ellas que, en general, se requiere para la derogación tácita. Es opinión unánime en la doctrina y en la jurisprudencia que, en la derogación tácita, más que los textos legales, importan los principios, valores y fines que los informan, a fin de observar la posible contradicción entre ellos:
En la doctrina, por ejemplo, decía sobre la derogación tácita el maestro Lacruz Berdejo (en sus Elementos de Derecho Civil, I: Parte general, Barcelona, 1988, p. 242): «Habrá de apreciarse, no sólo el texto de la ley, sino también los principios que la inspiran y se deducen de ella», para añadir luego que «la incompatibilidad hay que referirla a los fines» de las normas en lid. Ya lo dijo antes De Castro (p. 360), al exigir como tercer requisito de la derogación tácita la «contradicción e incompatibilidad entre los fines de los preceptos». Más recientemente, en su monografía citada sobre la derogación, Díez-Picazo Giménez (La derogación de las leyes, Madrid, 1990, p. 302 ss), entiende que para ver si hay o no incompatibilidad importa ver más los contenidos de las normas, no sus continentes (los textos legales). Porque al no haber disposición derogatoria expresa, en la derogación tácita por incompatibilidad, dice, su efecto derogatorio será de normas jurídicas, no de textos legales en que aquéllas se contienen (lo que solo puede ser obra de la derogación expresa).
En la jurisprudencia, cabe citar en tal sentido, entre otras, la pionera STS de 30 agosto 1924, en cuyo Considerando 1º se decía que la derogación, amén de expresa, puede ser «tácita, que el Derecho antiguo llamaba abrogación, si la ley o disposición posterior contradice la anterior cuyos preceptos, sistema y criterio que la informaba rechaza el nuevo texto». O la STS de 28 octubre 1976, que exige observar la «incompatibilidad… por la intención, finalidad y principios». Suele, además, exigirse en la propia jurisprudencia, que la contradicción sea absoluta, total, de tal modo que la aplicación de un texto legal, acorde a sus principios, conculque o haga imposible la aplicación de los principios contenidos en otra norma. Así, por ejemplo, lo advierte la STS de 9 junio 1954: «… no solo cuando son derogadas así pierden las leyes el vigor que las hace aplicables, sino que también producen este efecto extintivo de su eficacia las posteriores disposiciones que, modificándolas o suspendiendo lo que en ellas está ordenado preceptivamente, hagan imposible su aplicación». O la más reciente STS de 21 marzo 2000, cuyo Fundamento Jurídico 3º habla de «la incompatibilidad de las disposiciones desde la identidad de sus materias reguladas, la identidad de entidades, situaciones y sujetos a ellas sometidas y la absoluta discrepancia -absoluta, dice- de sus respectivos textos».
También ahora, en la cuestión que aquí nos ocupa, no tanto se trata de comparar normas o preceptos en particular, sino de confrontar su espíritu, su ratio. Y es, precisamente, en la razón de unas y otras donde cabe apreciar la incompatibilidad total denunciada desde un principio por el notario de Ceuta, aunque limitándose éste a comparar normas internas, habidas dentro de la propia Ley 8/1975.
Más bien es el razonamiento de la propia DGRyN la que nos da la pista a tal respecto, cuando, recuérdese, dice: “Debe tenerse en cuenta que, en relación con el verdadero alcance de la norma, se ha entendido que tal DA se ocuparía… básicamente -de- equiparar la condición jurídica de empresas y nacionales comunitarios a la de las empresas y nacionales españoles, para evitar una discriminación legal -¡dice! entre nacionales españoles y comunitarios, que se estimaría incompatible con los tratados de las Comunidades Europeas. (…) … Por ello la finalidad de tal limitación específica nada tiene que ver con las genéricas limitaciones impuestas por la Ley 8/1975, cuyo núcleo radica en la distinción entre españoles y extranjeros, lo cual precisamente se corrige para no vulnerar la legislación comunitaria, … en tanto que la DF 1ª del Reglamento no tiene ningún sujeto determinado, dada la fórmula inclusiva usada por la norma habilitante (cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente),… (…) Debe añadirse que se ha puesto de relieve cómo la eventual imposición por razones de defensa militar de la necesidad de autorización para nacionales españoles y para comunitarios, por igual (esto es, sin discriminar entre nacionales y extranjeros), para acceder a la propiedad de inmuebles en determinadas zonas consideradas estratégicas no se opone a la Constitución Europea, …”. ¿Y a la Constitución Española?; ¿cómo puede decirse de las normas, cuya vigencia se cuestiona, que su “núcleo radica en la distinción entre españoles y extranjeros”, para luego decir que la autorización administrativa para Ceuta y Melilla rige “para nacionales españoles y para comunitarios, por igual (esto es, sin discriminar entre nacionales y extranjeros)”? ¿Es que, acaso, si tratara de diverso modo a los nacionales y a los extranjeros no comunitarios habría discriminación, una desigualdad injustificada, contraria, por tanto, al art. 14 CE? ¡Al contrario!
En nuestro Derecho, y conforme a las reglas comunes del Derecho internacional, solo el nacional español goza de la plenitud de derechos y libertades. Así lo proclama la propia Constitución, en su art. 13.1, y ya antes el art. 27 CC (y después el art. 3 de la LO de extranjería), al equiparar –que no igualar (según aclara Díez del Corral Rivas en los Comentarios del CC del Ministerio de Justicia, p. 218)- en derechos y deberes al extranjero con el español “en los términos que establezcan los tratados y las leyes” (cfr., con el art. 3 LO Extranjería), lo cual permite, frente a aquella regla tendente a la equiparación, la existencia de excepciones, esto es, de derechos y libertades de que carezcan tales extranjeros. De hecho, así sucede en nuestra legislación (y, en general, proclama claramente aquel art. 27 CC: “Los extranjeros gozan en España de los mismos derechos civiles que los españoles, salvo –dice- lo dispuesto en las leyes especiales y en los Tratados”; o la propia Constitución, en el ap. 2 del propio art. 13, o incluso cuando proclama en su art. 14 el principio de igualdad referido, ex laettere al menos, a “los españoles”). La propia etimología de la palabra “extranjero”, en cuanto extraño, obliga a ello. En cierto modo, así lo decía don Federico De Castro (p. 372): “El concepto de extranjero es simplemente el contrario al de nacional; sólo tiene un significado negativo: el de ser extraño a la comunidad nacional”.
Y son tantas las excepciones que nuestra legislación establece frente al principio de equiparación, que hay quien, al menos, insinúa la inversión de la relación regla-excepción (como el prof. Ramos Chaparro, en Ciudadanía y Familia: los estados civiles de la persona, Barcelona, 1999, pág. 101).
Por eso, objetivamente también, aunque ya en un plano más particular (o más interno), para el Derecho español es algo favorable ser español, y el ser extranjero, por no ser o dejar de ser español, no lo es. Porque, insisto, solo el español gozará de la plenitud de derechos y libertades. O, como dijera el Tribunal Constitucional en el punto 5º de su Declaración de 1 julio 1992: sólo los españoles “tienen, potencialmente, capacidad para ser titulares de cualesquiera situaciones jurídicas en el ordenamiento”.
¿Por qué, entonces, aquella igualación entre toda clase de extranjeros y de españoles cuando se trata de restringir la libertad para ejercer sus derechos -en nuestro caso, la disponibilidad de sus propiedades inmuebles sitas en Ceuta y en Melilla- por razones de Defensa Nacional? En la razón, pública, de seguridad y protección del propio país, que subyace en toda la Ley 8/1975, de 12 de marzo, solo hay razón para tal restricción cuando los posibles adquirentes o interesados en adquirir aquellas propiedades sean extranjeros, no españoles (restricción que ha de ser actualizada para precisar que se trate de extranjeros no comunitarios). No se trata de una simple opinión propia de tinte política. Es la propia razón general contenida en la Ley 8/1975, la ratio constante inspiradora de todo su texto, desde su Exposición de Motivos (donde, recuérdese, se habla de “zonas en que el acceso a la propiedad inmueble y la constitución de derechos reales a favor de extranjeros -¡dice!- se halla sujeta a diversas limitaciones”), hasta el común de su articulado (como es el comprendido en aquel Capítulo III, tanto de aquella Ley, como del Reglamento que lo desarrolla, y que, precisamente, tan llevado y traído es en este debate por referirse a los actos de disposición de bienes inmuebles sitos en zonas polémicas realizados en favor de extranjeros -ahora- no comunitarios). No se comprende, por tanto, por qué la propia Ley 8/1975, cuando se refiere al caso particular de Ceuta y Melilla, renuncia a su propia razón general, para expandir las restricciones “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”. Menos aún se comprende que la reforma a la DF 1ª del Reglamento hecha por el RD 2636/1982, de 12 de agosto, se justificara, según decía dicho RD en su Preámbulo, en “la necesidad de cumplir lo prevenido en el art. 14 CE, sin merma de las garantías necesarias respecto a la adquisición de bienes por españoles o extranjeros en razón de los intereses de la Defensa”; y que con tal justificación viniese entonces aquella DF 1ª a coincidir, ahora sí, con la originaria DF 2ª de la Ley 8/1975, al exigir la dichosa autorización administrativa “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”. Quedaba así, expresamente derogado, lo que originariamente decía aquella DF 1ª del Reglamento cuando, desde su redacción en 1978, y en plena coherencia con la razón general de la Ley 8/1975, limitaba aquel formalismo al caso en que “los adquirentes sean extranjeros o españoles nacionalizados” (a esta inclusión de nacionalizados, me referiré luego). ¿Por qué, entonces, su reforma posterior equiparó a todos los españoles, para restringirlos a todos ellos cuando adquiriesen algún inmueble en Ceuta o en Melilla? ¿Por qué no, al contrario, les eximió a todos de tal limitación, para solo someterla a los extranjeros, conforme al espíritu de la entera Ley 8/1975 y, luego en el tiempo, a la exigencia de igualdad entre españoles contenida en el art. 14 CE y a la no necesaria equiparación en todo entre nacionales y extranjeros, que prevé el art. 13 CE, y ya antes el art. 27 CC? La distinción injustificada de trato se agrava aún más, cuando tras la reforma de 1990, hay que entender que también requieren de autorización los extranjeros comunitarios; lo que, sin embargo, para la DGRyN es muestra de no discriminación; pero a costa de someter a todos, indiscriminadamente, a idéntica restricción, no importando nada que el adquirente sea español o que sea ciudadano comunitario. Eso no es más que igualar a todos por la rasera: como hay restricción, que la haya para todos.
No es que defendamos como necesaria en la cuestión la distinción entre españoles (o extranjeros comunitarios) y extranjeros (no comunitarios). Eso, en el fondo, no deja de ser una cuestión de política legislativa. De lo que, en realidad, se trata es de no discriminar entre los propios españoles: de aceptar la interpretación propuesta por la DGRyN, los españoles que pretendan adquirir inmuebles en Ceuta y Melilla quedan injustificadamente discriminados frente a cualquier otro español que pretenda adquirir inmuebles en cualquier otro lugar del mismo territorio nacional, incluidos aquellos españoles que disponen de sus inmuebles en otras zonas singulares para la defensa nacional, en cuyo caso aquella autorización administrativa solo se exigiría cuando el adquirente fuese un extranjero no comunitario. Tal discriminación es, según me parece, la que en el fondo denunciaba el notario de Ceuta en el caso particular que nos ocupa, no solo al apoyarse en general en la DA de la Ley 8/1975, introducida en 1990 por razones de igualdad comunitaria, sino al caso particular resuelto por la Resolución de la DGRyN de 5 de marzo de 2015 (que, por cierto, puede verse en el BOE nº 69 de 21 de aquel mes y año), donde se limitó la necesidad de la previa autorización a los extranjeros extracomunitarios para el caso de compraventa de un inmueble radicado en Palma de Mallorca.
Si alguna vez en realidad hubo razón para ampliar la restricción en Ceuta y en Melilla (o en los territorios del Norte de África, según decía originariamente la DF 2ª de la Ley 8/1975), no parece que hoy, trascurridos más de 40 años desde entonces, pueda justificarse tal ampliación, tal desconfianza hacia los españoles que dispongan de sus bienes sitos en Ceuta: no en vano, en dicho período de tiempo, Ceuta ha dejado de ser territorio cuasi-colonial en peligro de invasión (que, efectivamente, existía en aquellos años 70 tras la invasión del Sahara con la Marcha Verde), para convertirse finalmente en Ciudad Autónoma con la LO 1/1995, de 13 de marzo, promulgada al amparo de la Disposición Transitoria 5ª de nuestra Constitución. Que no se dude, pues, ya jamás de su españolidad, ni de su fidelidad a la patria (en cuanto ciudad “siempre noble y leal”, según canta su himno). Cierto es que a esa nueva realidad ha venido a añadirse, sin sustituirla, otra nueva realidad: la del yihadismo; pero es un peligro más amplio que el de invasión territorial a que respondía la Ley 8/1975; un riesgo que no tiene fronteras, y que, tal vez, pudiera justificar la necesidad de control en la adquisición de inmuebles, aunque para todo el territorio nacional (cuestión, por lo demás, de política legislativa, de seguridad nacional, que se escapa del presente dictamen, y de las manos del simple aplicador de la norma).
Con todo este recurso a la importancia de una nueva realidad sobreviniente a la Ley 8/1975, no propongo que por vía interpretativa realizada desde la costumbre como manifestación de la realidad social llegue a contradecirse o incluso a derogarse una norma de mayor rango (es el clásico problema de las costumbres contra legem y abrogantes). En tal caso, según la común opinión (tan abundante, que me excuso de citarla), al amparo del art. 3.1 CC, se estaría fraudulentamente vulnerando el sistema de fuentes (art. 1, en sus aps. 1 y 3 CC), probablemente las reglas derogatorias (art. 2 CC), y, sin duda, el principio de jerarquía normativa (único, por lo demás, que tiene amparo constitucional, en el art. 9.3 CE).
Pero, aquí, no estoy hablando sin más de costumbres, ni de usos interpretativos, sino, más ampliamente, de realidades sociales (desde las que interpretar la norma, en su adecuación al momento en que se aplica, según permite, o exige incluso, el art. 3.1 CC); una realidad social que, más estrictamente, se contienen en aquellas mismas normas, como expresión de su occasio legis, que es posterior a la de la originaria Ley de 1975, que ya hay que estimar en este punto superada, como anacrónica y desfasada. Tales nuevas realidades, desde las que sociológica o evolutivamente interpretar con posible resultado derogatorio las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento de Ejecución, son: la contenida en la DA de la Ley 8/1975, introducida en 1990, en la LO del Estatuto de Ceuta, de 1995, y, por encima de todas, en la igualdad que entre todos los españoles y el reconocimiento de legítima y merecida españolidad que a Ceuta y a sus residentes reconoce nuestra Constitución en todas aquellas normas hasta aquí citadas (principalmente, en sus arts. 13, 14 y DT 5ª).
Al margen del caso aquí estudiado, jurisprudencia hay referida a otros muy diversos supuestos que demuestra tal resultado corrector en el empleo de dicho método interpretativo sociológico o evolutivo. Por ejemplo: interpretando el art. 944 del Código de Comercio desde el art. 1973 CC y una legión de posteriores leyes mercantiles, para así admitir en dicho ámbito mercantil la interrupción de la prescripción por reclamación extrajudicial de la deuda (y no solo judicial, como ex laettere prevé aquel art. 944), según puede verse en las SSTS de 20 octubre 1988, 4 diciembre 1995 o en la de 2 noviembre 2005, sobre todo; así también ha sucedido en materia de pensión compensatoria (según SSTS de 14 febrero 1976 y 5 noviembre 1984); la solidaridad del aval a la vista de que dicho régimen rige legalmente en otros contratos por razón de favorecer al acreedor (como en seguros, responsabilidad por daños,…), según puede verse en la STS de 7 marzo 1992, que incluso apoya la interpretación sociológica en la “práctica mercantil”; o, precisamente, piénsese en la abundantísima jurisprudencia habida que progresivamente ha objetivado el régimen de responsabilidad por daños hasta prescindir de la exigencia de culpa, en contra de lo que expresamente exige el art. 1902 CC (así desde la STS de 31 marzo 1978, que emplea por primera vez el criterio sociológico para abrir una nueva brecha en tal evolución jurisprudencial; y para cuyo estudio sigue siendo destacable el trabajo de Cavanillas Múgica: La transformación de la responsabilidad civil en la jurisprudencia, Barcelona, 1987, p. 117 ss); o como la asimilación del promotor al constructor para hacerle responsable ex art. 1591 CC que consagran las SSTS de 17 mayo 1982, 11 febrero 1985 y de 9 marzo 1988. Lo mismo puede decirse de la STS de 21 mayo 2001, cuando, por razones históricas y sociológicas, hace una interpretación extensiva y objetiva del art. 1910 CC. También puede añadirse el caso de la accesión invertida (que, precisamente, invierte la aplicación del art. 361 CC español), desde la famosa STS de 31 mayo 1949, que, según recordaba no hace mucho la STSJ de Cataluña de 6 abril 1998, se fundamenta en una interpretación sociológica de los arts. 358 ss CC (donde se consagran el principio superficies solo cedit y sus consecuencias), invirtiendo (corrigiendo, por tanto), aquel principio hasta entender que el edificio es lo principal y el suelo lo accesorio. Otro ejemplo, dentro de la praxis española, puede verse en la legalización de los juegos de azar, en contra de su prohibición contenida en los arts. 1798 ss CC (así según SSTS de 23 febrero 1988 y 30 enero 1995, donde, muy probablemente, se hizo más bien una interpretación sistemática, según veremos más adelante) …. Solo existe, que sepamos tras nuestro rastreo, un caso en que la jurisprudencia ha venido a hacer una interpretación declarativa desde la realidad social: el del art. 135 CC (sobre reconocimiento de la paternidad), aunque en realidad lo hizo desde una interpretación histórica, al interpretar dicha norma con generosidad (negando así su originaria restricción), al entender que aquel art. 135 CC había introducido una novedad acorde con la nueva realidad social frente al Derecho histórico (más restrictivo en materia de reconocimiento forzoso de hijos naturales), que, precisamente, recogía el art. 127 del proyecto de CC de 1851 y la Base 5ª de la Ley de Bases de 11 mayo 1888 (según puede verse explicado con detenimiento en las SSTS de 25 mayo 1945, 24 mayo 1956, 16 mayo 1963, 24 enero 1966,…); en sentido estricto, solo haría auténtica interpretación sociológica del art. 135 CC la RDGRyN de 26 diciembre 1968, al interpretar dicha norma desde el nuevo espíritu contenido en el art. 129 LRC (de 1957), y desde el Derecho Civil catalán, por entonces recientemente Compilado.
Y en todos esos casos, como en el nuestro que aquí nos ocupa, se ve reforzada, potenciada, y por ello respetada, la razón, el principio que inspira a la ley corregida sociológicamente –solo- en su letra. Por ejemplo, respecto a los casos indicados en la nota anterior en que se modifica la norma: en materia de prescripción se hace a fin de favorecer al acreedor diligente que ha reaccionado a tiempo para interrumpir la prescripción en curso; o en materia de responsabilidad, potenciando la razón de protección –también aquí- del acreedor (en los casos en que es víctima de un daño –ex arts. 1902 ss CC-, o que ha sido garantizado –solidariamente- por un avalista); …
En definitiva, todo, pues, parece concluir, en nuestro caso, en que las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento de Ejecución son contrarias, no solo al espíritu general de su propia ley, de restringir las adquisiciones inmobiliarias solo a los extranjeros, y que la reforma de 1990 limita aún más a los extranjeros extracomunitarios, sino que, por encima de la propia norma legal, también se muestran contrarias a nuestra Constitución Española.
Contra tal conclusión, difícil me parece hacernos creer, como pretende la DGRyN, que en tales normas se excepcione la regla, ampliando las restricciones de adquisición a toda persona, española o no, comunitaria o no, por razones de Defensa Nacional estableciendo así una razón singular, excepcional, diversa de la general, que, por ello, ha de aplicarse preferente y exclusivamente. Lo desmiente la propia intención contenida en tales pretendidas excepciones, que, más que extender aquella necesidad de autorización administrativa para cualquiera que fuese el adquirente del inmueble, fue la de prever la delegación de tal autorización, conferida al principio al propio Consejo de Ministros, en otros organismos (militares, al principio, y civiles, después, como es actualmente la Delegación del Gobierno); todo ello, fundado en simples razones de celeridad en la tramitación de tan necesaria autorización:
Así se observa ya desde la DF 2ª Ley 8/1975, al decir en su versión originaria: «Con independencia de lo dispuesto en esta Ley, y sin perjuicio de su aplicación a los territorios especiales del Norte de África, el Gobierno queda expresamente facultado para dictar, con relación a las mismas, las normas especiales que las necesidades de la defensa nacional aconsejaren según las circunstancias de cada momento y, entre aquéllas, la exigencia de autorización del Consejo de Ministros en todos los casos de transmisión y gravamen de la propiedad de bienes inmuebles, cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”. A lo que se añadirá luego, a mayor abundamiento, con la reforma hecha por la DA 17ª de la Ley 37/1988, de 28 de diciembre: “Mediante Real Decreto, el Gobierno podrá acordar la desconcentración de la facultad para otorgar estas autorizaciones. Los órganos a los que se atribuya tal facultad tendrán la potestad sancionadora prevista en los párrafos primero y segundo del artículo treinta de esta Ley.»
Tal es también el espíritu que se observa en la última reforma de la norma reglamentaria que vino a desarrollar esta Ley (la DF 1ª del Reglamento de 1978), introducida por el RD 374/1989, de 31 de marzo, la que vino finalmente a desconcentrar aquella autorización en Ceuta y en Melilla, que pasaría de la mano del Consejo de Ministros, cuando el adquirente fuese español, y de la autoridad militar pertinente, si el adquirente era extranjero, a las únicas y para todo caso de la Delegación del Gobierno. En su propia Exposición de Motivos se nos advierte que la finalidad de la reforma de aquella norma reglamentaria fue que “las limitaciones administrativas convenientes incidan mínimamente en los derechos de los ciudadanos y en el desarrollo de sus actividades legítimas”.
De estimarse, entonces, tal inconstitucionalidad, ¿qué consecuencias jurídicas tal declaración?; y, en particular, ¿cómo habría, entonces, de resolverse el supuesto concreto que aquí y ahora nos ocupa?
IV.- Solución propuesta en el presente dictamen: la derogación tácita y parcial de las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª de su Reglamento de Ejecución, por su sobrevenida inconstitucionalidad.
1.- La derogación tácita y sobrevenida de una norma preconstitucional por vulneración del principio constitucional de igualdad (del art. 14 CE): nuestro caso y otros numerosos precedentes.
A la vista de todo lo hasta aquí dicho, no parece más viable que entender que las normas cuestionadas (las DDFF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª de su Reglamento de Ejecución), han sido derogadas tácitamente, no tanto -o solo- por su incompatibilidad con la DA contenida en la propia Ley 8/1975, sino más bien -o también, si se quiere- por su inconstitucionalidad, por ser contrarias a los arts. 13 y 14 CE y a su DT 5ª; una inconstitucionalidad que presenta unos rasgos, sustantivos y procedimentales, que luego (en los epígrafes que siguen), se detallan.
No sería, desde luego, el primer caso en que se estimara derogada tácitamente una norma preconstitucional por exigencias constitucionales de igualdad: Así se ha hecho, ex Disposición Derogatoria 3ª CE (por tratarse, también, de una norma preconstitucional), en el conocido caso referido al orden sucesorio de los títulos nobiliarios determinado (en normas precodiciales), que, al menos en un principio, el TS entendió discriminatorio por darse preferencia al hombre frente a la mujer (véanse, entre otras, las SSTS de 4 mayo 1998, 20 abril, 1999, 13 diciembre 2005, 10 octubre 2007, 25 mayo 2009, …). O la STS de 14 septiembre 2009 al declarar la inconstitucionalidad de una norma catalana que determinaba la vecindad civil de la esposa por la de su marido. Toda esta jurisprudencia es civil; pero también la jurisprudencia de lo contencioso-administrativo (por lo que luego se dirá), ha declarado tácitamente derogadas normas preconstitucionales por ser contrarias al art. 14 CE, como ha sucedido en las SSTS de 8 octubre 1994, 13 septiembre 1996, 21 febrero 1997, … Hasta el mismísimo Tribunal Constitucional lo ha hecho en alguna ocasión, como sucedió en la STC 39/2002, de 14 de febrero, al declarar la inconstitucionalidad del art. 9.2 CC, mantenido en la reforma del CC de 1987, por atender discriminatoria a la ley personal del marido, obviando la de la mujer.
A la vista de toda esa jurisprudencia, estaríamos ante una inconstitucionalidad peculiar (al menos, no ante la habitual que declara nuestro Tribunal Constitucional), caracterizada por los siguientes rasgos, que son de gran importancia en su aplicación al caso que nos ocupa; a saber:
2.- La posible declaración derogatoria por cualquier órgano público, administrativo o jurisdiccional, al tratarse de una inconstitucionalidad sobrevenida, referida a normativa preconstitucional.
En el presente caso, se está ante un supuesto en que no es necesario acudir al Tribunal Constitucional para declarar la inconstitucionalidad; por varias razones:
Como razón menor, porque una de las normas a derogar es de rango reglamentario (la DF 1ª del Reglamento de Ejecución tan mentado), y, como es comúnmente sabido y admitido, tales normas quedan fueran del ámbito de los recursos y cuestiones de inconstitucionalidad, circunscritos éstos al control de las normas -estrictamente- legales (según dicen los propios arts. 161.1 y 163 CE), pudiendo ser declarada su inconstitucionalidad por cualquier órgano jurisdiccional ordinario, al quedar a él sometido el control de legalidad de todo reglamento (ex arts. 106.1 CE y art. 6 LOPJ, cuando este último dice: “Los Jueces y Tribunales no aplicarán los reglamentos o cualquier otra disposición contrarios a la Constitución, a la ley o al principio de jerarquía normativa”).
Sucede, sin embargo, en el presente caso, según quedó explicado arriba (dando en esto cierta razón a la DGRyN), que, en lid, como posible objeto de derogación, no solo está en juego aquella norma reglamentaria (la DF 1ª del Reglamento de Ejecución), sino también una norma de rango legal (la DF 1ª de la Ley 8/1975, que, precisamente, aquella norma reglamentaria desarrolla); pues, recuérdese, ambas imponen la autorización administrativa “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”.
Pero, precisamente, por esa comunidad normativa, o coincidencia en su texto, y de admitirse, efectivamente, su inconstitucionalidad, podemos decir que estamos ante un caso de inconstitucionalidad sobrevenida, referida a una norma preconstitucional, anterior a la Constitución, que, por aplicación de la Disposición Derogatoria, ap. 3 de la CE y de la jurisprudencia que la interpreta, puede ser declarada, de oficio o a instancia de parte, por cualquier juez o tribunal ordinario, sin necesidad de interponer una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, salvo que tal juez o tribunal tenga sus dudas al respecto. Así lo ha venido a decir insistentemente nuestra propia jurisprudencia constitucional, desde la STC 4/1981, de 2 de febrero, pasando por las SSTC 17/1981, de 1 junio, 83/1984, de 24 julio, 109/1993, … hasta, más recientemente, la STC 39/2002, de 14 de febrero, precisamente referida esta última a un caso, muy similar al nuestro, en que se declaró la inconstitucionalidad del art. 9.2 CC por atender discriminatoriamente, en contra de la igualdad del art. 14 CE, a la ley personal del marido, según la redacción que aquella norma codificada había recibido por el Decreto 1836/1974, de 31 de mayo (norma, pues, anterior a la Constitución), y mantenida en la reforma operada por la Ley 21/1987, de 11 de noviembre. Por supuesto, también puede verse recogida tal interpretación auténtica hecha por nuestro TC en la jurisprudencia del TS, tanto en asuntos civiles (como en las SSTS de 4 mayo 1998, 13 diciembre 2005,14 septiembre 2009, …), como en asuntos contencioso-administrativos (según puede verse, entre otras, en las SSTS de 20 septiembre 1993 y 11 junio 1997). Por todas ellas, puede recordarse, o traerse aquí, lo que ya decía una de las primeras, la STC 4/1981, de 2 febrero: “Así como frente a las leyes postconstitucionales el Tribunal Constitucional ostenta un monopolio para enjuiciar su conformidad con la Constitución, en relación a las preconstitucionales, los jueces y Tribunales deben inaplicarlas si entienden que han quedado derogadas por la Constitución, al oponerse a la misma; o pueden, en caso de duda, someter este tema al Tribunal Constitucional por la vía de la cuestión de inconstitucionalidad”.
En nuestro presente caso, al margen de la cuestión sustantiva de la posible inconstitucionalidad (que, por supuesto, correspondería el juez pertinente enjuiciar), no debe haber duda de que las normas, cuya derogación se debate, son previas a la Constitución: sin duda lo es la DF 2ª de la Ley 8/1975, ya redactada en su punto conflictivo (en el referido a “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”), desde su versión originaria, sin verse afectada, en tal punto, por su posterior reforma hecha por la DA 17 de la Ley 37/1988, de 28 diciembre. Y por arrastre lo es también la norma reglamentaria que la desarrolla (la DF 1ª del Reglamento de Ejecución): aunque en su versión originaria se mostraba en sintonía con la razón general de la Ley 8/1975, pero en disonancia con aquella su propia DF 2ª, sería tras su reforma por obra del RD 2636/1982, de 12 de agosto, cuando coincidiera con la DF 2ª de la Ley (para decir también “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”). Pero en nada influye tal fecha (la de 1982), para que cualquier órgano jurisdiccional pueda declarar su inconstitucionalidad: primero, porque lo sería como consecuencia de declarar antes la inconstitucionalidad de la norma legal, que es previa a la Constitución, a la que aquella reforma de 1982 secunda fielmente; y, segundo, porque, incluso aisladamente considerada, aunque se trate de una norma postconstitucional, es de rango reglamentario, pudiendo, entonces, ser declarada su inconstitucionalidad por cualquier juez o tribunal (según le permiten, o incluso exigen, los arts. 106.1 CE y 6 LOPJ, antes mencionados).
3.- Alcance, legal y reglamentario, pero solo parcial, de la derogación, y su posible contenido alternativo obtenido por vía interpretativa.
De admitirse que sustancialmente estamos ante un caso de inconstitucionalidad sobrevenida, tal declaración, con su consiguiente efecto derogatorio, o anulatorio a la fecha de entrada en vigor de la Constitución (en virtud de lo dispuesto en la Disposición Derogatoria, ap. 3 CE), debe venir rectamente referida, conforme al principio de jerarquía normativa, a la DF 2ª de la Ley 8/1975 y, por extensión, a la DF 1ª del Reglamento de ejecución de aquella ley (según advierten, en general, las SSTS de 4 mayo 1998 y 14 julio 2008).
Tal declaración de inconstitucionalidad, con su efecto derogatorio, y con tal efecto expansivo, no tiene, sin embargo, un alcance total, que derogue y anule todo el contenido de aquellas DDFF (2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento de ejecución). Tan solo alcanzará a su fragmento que, en particular, resulta inconstitucional (recuérdese, aquel referido a “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente”), subsistiendo, como vigente, el resto de la norma, referida, sobre todo, a la necesidad de autorización administrativa por manos de la Delegación del Gobierno de Ceuta y de Melilla. Pero ¿a quiénes, entonces, aplicar tal exigencia administrativa si ha sido derogada la parte de la norma relativa a su ámbito subjetivo de aplicación?
Es el riesgo innato a toda derogación tácita motivada por una inconstitucionalidad sobrevenida. Por eso, decía la STC 4/1981, de 2 de febrero: “La inconstitucionalidad sobrevenida -y consiguiente derogación- solo procede declararla en aquellos casos en que las normas preconstitucionales -aun en el caso de que respondan a principios diversos- no pueden interpretarse de acuerdo con la Constitución por ser de un contenido incompatible con la misma. Esta interpretación de conformidad con la Constitución es una consecuencia obligada de su doble carácter de ley posterior y de ley superior, y responde además a un criterio de prudencia que aconseja -dice, y es muy importante lo que dice- evitar que se produzcan lagunas en el ordenamiento”. Pues, como dice el art. 5.3 LOPJ: “Procederá el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad cuando por vía interpretativa no sea posible la acomodación de la norma al ordenamiento constitucional”. Al fin y al cabo, como es doctrina común, la función del TC no es la de resolver controversias interpretativas o dudas sobre el alcance de los preceptos legales; consiste en enjuiciar la conformidad con la Constitución de una norma legal que sea aplicable al caso y de cuya validez dependa el fallo.
¿Cómo, entonces, en nuestro caso integrar aquel vacío que sobreviene a aquellas normas al derogar su referencia a “cualquiera que sea la nacionalidad del adquirente” del inmueble sito en las ciudades de Ceuta y Melilla?
Al quedar derogada la DF 1ª del Reglamento de Ejecución en la versión que le fue dada por el RD 2636/1982, de 12 de agosto (y mantenida por el RD 274/1989, de 31 de marzo), tal vez pudiera entenderse que la norma, en su parte vaciada, retomaría su anterior redacción, la originaria (dada por el RD 689/1978, de 10 de febrero), que limitaba aquella exigencia de autorización administrativa para el caso en que “los adquirentes sean extranjeros o españoles nacionalizados”. Sería, además, una solución de compromiso, por cuanto intermedia entre los extremos de exigir el requisito administrativo solo a los extranjeros -no comunitarios- (conforme a la razón general de la Ley 8/1975, que defiende el notario de nuestro caso real) y el de extender tal exigencia a todos los españoles -y a los extranjeros comunitarios- (según la pretendida razón particular actualizada de las DDFF en cuestión, que defiende la DGRyN).
Amén de posibles razones políticas de seguridad nacional (de fundada sospecha hacia los españoles que no lo son de origen), en mi opinión, no habría, en principio, obstáculo constitucional a que tal fuera la solución, el modo de integrar el vacío causado por la derogación. En nuestro Derecho, por principio, dentro de los españoles no ha de ser lo mismo el ser español de origen que serlo derivativamente (o serlo “por naturaleza” que serlo “por naturalización”, en expresión de Peña Bernaldo de Quirós). No hay en ello vulneración del principio constitucional de igualdad entre españoles que el art. 14 CE proclama. Es la propia Constitución la que establece tal diferencia, a que, luego, la ley debe responder: lo hace, por ejemplo, en el propio art. 11, dedicado a la nacionalidad, para decir en su ap. 2 que “ningún español de origen podrá ser privado de su nacionalidad” –esto es, que pueda perder su españolidad por imposición directa de la ley, aun sin (o contra) su voluntad- (cfr., arts. 24 y 25 CC –siendo el primero de ellos aplicable a todo español, y el segundo solo a los que no sean españoles de origen-); y lo hace también para permitir en su ap. 3 que los españoles de origen puedan tener doble nacionalidad, sin perder la española por adquirir la de otros ciertos países (cfr., 24 CC); o también lo hace en el ap. 1 de su art. 60, cuando dice: “Será tutor del Rey menor la persona que en su testamento hubiese nombrado el Rey difunto, siempre que sea mayor de edad y español de nacimiento…”. A la vista de tales preceptos constitucionales, como dice la RDGRyN de 1 julio 1994, “la nacionalidad española de origen constituye, pues, hoy una categoría legal que justifica en todo caso un régimen privilegiado respecto de otras nacionalidades españolas adquiridas”.
No obstante, no hay que olvidar que en la doctrina la cuestión de si extender por obra de la ley tal diferencia de trato a otros casos, fuera de los permitidos expresamente por la Constitución, es objeto de debate, no siendo pocos expertos quienes se muestran contrarios a tal expansión: Según Espinar Vicente (Derecho Internacional privado. La nacionalidad, 2ª ed., Granada, 1988, pág. 20 ss), por ejemplo, son los previstos en la propia Constitución los únicos casos en que se permitiría tal distinción de trato entre españoles, pues cualquier otra es impedida por el art. 14 CE. En la misma línea, Díez del Corral Rivas (en los Comentarios al CC, del Ministerio de Justicia, Madrid, 1991, p. 177); y Carrascosa González (Curso de nacionalidad y extranjería, Madrid, 2007, p. 35), añadiendo éste que tampoco cabe crear legalmente otra distinción que la admitida constitucionalmente entre españoles de origen y no originarios.
Al margen de tal debate, en que no parece, por tanto, pertinente entrar, habría otro obstáculo para defender aquella posible integración, que solo planteamos como posible hipótesis de solución. Es el impedimento que se contiene en el propio art. 2.2 CC, sobre derogación, cuando termina diciendo, en su última frase: “Por la simple derogación de una ley no recobran vigencia las que ésta hubiere derogado”. Al no hacer tal norma distingos según cuál sea la forma de derogación (si expresa o tácita, …), ni según cual sea la causa de tal derogación, tampoco creo que debamos hacer nosotros distinción ninguna (“Ubi lex non distinguit, nec nos distinguere debemus”). ¿Entonces?
La solución, entonces, podría ser mucho más sencilla (precisamente, la que propuso desde un principio el notario de Ceuta del caso que nos ocupa): la de entender que las DDF 2ª de la Ley 8/1975 y 1ª del Reglamento de Ejecución se refieren, en su exigencia de autorización administrativa, exclusivamente al caso en que los adquirentes de los inmuebles radicados en Ceuta y Melilla sean extranjeros no comunitarios.
Hasta tal punto parece aceptable tal solución que incluso podría arribarse a ella sin necesidad de la declaración de derogación tácita por inconstitucionalidad sobrevenida, sino a través de una interpretación, por su solución correctora, o más bien restrictiva, al entender que las normas en lid dijeron más de lo que debieron decir (lex dixit minus quam voluit). Y a tal resultado se concluiría tras una interpretación, en su método, sociológica y sistemática, realizada, fundamentalmente, desde el art. 14 CE (auxiliada desde su DT 5ª), que amén de ser superior jerárquicamente y posterior en el tiempo (reflejando así una realidad social nueva), es norma constitucional que, además, goza de aplicación directa. Con ello, además, quedaría salvada la preocupación, antes advertida, del TC porque el mecanismo de la inconstitucionalidad sobrevenida sea el último recurso, cuando por vía interpretativa no pudiera salvarse la constitucionalidad, y la vigencia, de la norma en discusión. Y por esta vía también, nada impediría que fuese cualquier órgano judicial quien declarase tal proceder interpretativo.
4.- Un apunte sobre su posible tramitación judicial.
Para finalizar el presente dictamen, solo resta destacar que de tratarse de una derogación tácita que afecta a normas, tanto legales como reglamentarias, todas ellas preconstitucionales, cualquier orden jurisdiccional es competente para declarar dicha derogación por inconstitucionalidad sobrevenida, no siendo necesaria, nos parece, ninguna vía especial (como pudiera ser la contencioso-administrativa, si se tratase de un estricto control de legalidad exclusivo de normas reglamentarias). Más todavía así debe ser, si la vía de solución es meramente interpretativa, sin necesidad de declaración derogatoria ninguna.
Cuestión distinta, ya advertida arriba, es que el juez o tribunal ordinario decida por sí mismo, por su propia convicción, tal derogación, o que, en caso de duda, la traslade al TC; so pena de que no tenga ni siquiera dudas en no declarar tal derogación; en cuyo caso siempre quedaría abierta la vía contencioso-administrativa.
ENLACES
RDGRN 19 DE OCTUBRE DE 2017 Y RESUMEN DE JOSÉ ANTONIO RIERA
Disposición final primera del Real Decreto 689/1978, de 10 de febrero
Ley 8/1975, de 12 de marzo, de zonas e instalaciones de interés para la Defensa Nacional.