ALGO MÁS QUE DERECHO.
JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: “ENVEJECER ALARGA LA VIDA”.
José Manuel Caballero Bonald. De padre cubano y madre de ascendencia aristocrática francesa, estudió Filosofía y Letras en Sevilla entre 1949 y 1952 y náutica y astronomía en Cádiz. Publicó su primer poemario, Las adivinaciones, en 1952, tras haber obtenido con él un accésit del Premio Adonáis. Dos años antes había ganado el Platero de poesía. Su carrera continuó en Iberoamérica, donde fue profesor universitario en Bogotá. En la capital colombiana escribió su primera novela, Dos días de septiembre, galardonada en 1961 con el Premio Biblioteca Breve y publicada el año siguiente. Colaboró con Camilo José Cela y con el proyecto del Instituto de Lexicografía de la Real Academia Española. En 1986 se inauguró un instituto con su nombre, y en 1998 se constituyó la Fundación Caballero Bonald. En abril de 2009 pública La noche no tiene paredes, compuesto por 103 poemas, donde hace una reivindicación de la incertidumbre, porque, en sus propias palabras, «el que no tiene dudas, el que está seguro de todo, es lo más parecido que hay a un imbécil. Ha reconocido que escribir poesía le ayuda a mantenerse joven. “El permanecer en la brecha te rejuvenece. El que no se queda callado, el que iguala el pensamiento con la vida, tiene ya mucho ganado para rejuvenecer”, declaró al cumplir 80 años. El 29 de noviembre de 2012 fue galardonado con el Premio Cervantes (WIKIPEDIA).
Cuando se observa el paso constante de los años y se contemplan los huecos que van dejando, en nuestra vida, los padres, los parientes mayores, aquellos profesores de la juventud o los amigos y conocidos que rodearon nuestros primeros años, se revisa el curso de la vida como una mala película que va transcurriendo y cuyo desenlace empieza a avistarse, aunque se desconoce todavía cuándo y cómo será el final. Frente a la postura pesimista de unos y la optimista de otros, uno se encuentra en mitad de este camino, con la conciencia cierta de que hay que dar paso a las nuevas generaciones que nos empujan, aunque podemos pensar, a veces, que esta juventud de ahora, no tiene el ardor ni el empuje de aquellos años de hierro, que vivieron muchos españoles (puede ser que nosotros seamos los culpables): la Guerra Incivil, recientemente acabada, aquel “año del hambre” (1940) de que todo el mundo hablaba, con un País destruido y cuya reedificación, como tantas otras veces, comenzaba de nuevo; aislados de Europa, con la Ayuda Americana en la puerta de cada casa (recordemos “Bienvenido Mr Marshall” y aquellas latas gigantes de mantequilla de la llamada “Ayuda Americana”) y a cuestas todos con las carencias que durarían generaciones, uno no puede menos que comparar pasado, presente y futuro, con múltiples dudas, que nos arrastran al pesimismo.
Frente a este pensamiento desalentador que, muchas veces, nos ronda, a quienes empezamos a ser ya “mayores”, Caballero Bonald, en un artículo publicado en el Diario El Mundo de 7 de abril de 2015, elabora un canto a la vida y al envejecimiento, con una frase que podemos tomar como norma “la merma del futuro viene a compensarse con el crecimiento del pasado”. Recojo aquí algunos párrafos de su artículo citado “envejecer alarga la vida”:
“La vejez no es el mejor momento para hablar de ella. Todo el que ha cumplido un respetable número de años sabe que la merma del futuro viene a compensarse, por así decirlo, con el crecimiento del pasado. Y eso tiende a confundir a quien mira hacia atrás y no alcanza a ver sino el persistente beneficio de la duda. Es una sensación incómoda, desprovista de asideros cronológicos, algo parecido a divisar el entero condominio de la vida desde una altura desmesurada…Ningún viejo, a poco que recapacite, llega verdaderamente a calibrar cómo han ocurrido tantas cosas durante tanto tiempo (o tan poco). Entre la frontera de la niñez y el arrabal de senectud se extiende un precipicio que a veces atrae y a veces ahuyenta. Por ahí bulle el tiempo vivido, la sucesión veloz de los años, formando una heterogénea cadena de incredulidades. Lo que parecía real empieza a desvanecerse en lo irreal. La experiencia no significa entonces más que unas pocas sospechas de verdades, una serie de informaciones defectuosamente hilvanadas a la memoria que acaban por no ser más que conjeturas. Casi nunca es fácil adecuar lo verdaderamente vivido al recuerdo impreciso de lo vivido. Existe además la posibilidad de defenderse de lo no deseado por el procedimiento de olvidarlo.
Englobar a los ancianos en el apelativo de tercera edad debió ser ocurrencia de algún asesor de imagen experto en bagatelas: tercera edad, tercer mundo, segunda oportunidad, cuarta dimensión, y así. Si bien se mira, el gremio de los jubilados no ha aceptado sino a regañadientes un eufemismo tan zafio. Quizá les parezca más apacible ese plural sociológico acogido al calificativo de mayores. Eso de los mayores contiene una remota apelación a la dignidad de la tribu… Durante la vejez se van reviviendo de muy varias maneras las fortunas y adversidades pasadas. No es que se repitan en sentido estricto, pero la tendencia circular de la vida tiende a que la gente vuelva a pasar una y otra vez por el mismo sitio. Tampoco se trata de ninguna alusión a ese depósito de experiencias que se depura y multiplica con los años, sino de una simple variante de la evocación.
El anciano propende aun sin proponérselo a las repeticiones. Es una consecuencia más del eterno retorno: no sólo se repiten los hechos acaecidos sino los pensamientos. En la vejez se retorna, se reconstruye, se reencuentra, se revisa, se relee. Todo tiende a la reincidencia, aunque no todo de la misma forma. Los recuerdos suelen ir desenfocándose a medida que se alejan y lo que finalmente se olvida puede adquirir de pronto una llamativa revalorización…
Sin duda que el tan aireado desgaste de los estímulos, de los entusiasmos, afecta paulatinamente a la mentalidad de quienes incurren en ser viejos. La potencia de los acontecimientos se diluye en las aguas movedizas de la desgana, el desinterés, los escepticismos más o menos inmoderados. Lo que puede ganarse por un lado se pierde por otro. La vejez consiste ciertamente en una innumerable sucesión de pérdidas, aunque ello no excluya alguna interpuesta suma de ganancias. Raro es el anciano que, en ese confuso vaivén psicológico de la propia biografía, deje de presumir que ha llegado a una fase terminal del tiempo, en que todos los balances resultan descabalados. En cualquier caso, lo que sí parece irrefutable es que envejecer alarga la vida.”