Jorge López Navarro,
Notario de Alicante
La “gente del campo” es uno de los grupos humanos más olvidados de Nuestro País. Hoy estos grupos, constituidos por gente mayor, muchos analfabetos (no pudieron ir a escuela alguna), sobreviven en pequeños enclaves rurales, que, o bien son absorbidos por la expansión urbana o se mantienen como un núcleo residual, formado por unas cuantas viviendas y vecinos que sobreviven sin los más elementales avances y medios, salvo la televisión.
Muchos de ellos permanecen aislados en su vivienda durante el invierno, la cual es, en verano, como mucho, el lugar de asueto y vacaciones de los hijos y nietos. La cuestión es que todos estos mayores que han respirado el aire puro de la sierra, el frío natural del invierno y el calor tórrido del verano; que han conocido varias Españas, y siempre se sintieron libres en mitad de su terruño (que ya no cultiva nadie), bien pasean su tristeza por residencias de tercera edad o llevan una nueva vida dentro de las paredes del reducido piso de sus hijos, donde comparten, su limitada libertad, en la misma habitación, con sus nietos y donde aguardan, pesarosos, sus últimos días, añorando los años jóvenes al aire libre, su primera novia o el paso alegre de los años con las buenas cosechas, o más tarde viviendo con su esposa o esposo, siempre junto a sus hijos, hasta que éstos decidieron abandonarles para una pretendida vida mejor en la Ciudad.
Un poco de todo esto y algo más es lo que narra Lorena Garrote en su artículo “Toda una vida sin letras” (El Mundo 14-09-2015), del que recojo algunos párrafos:
“Eusebio, de 82 años, y Basilisa, de 71, llevan toda su vida sin leer y escribiendo apenas su propio nombre, el mismo que se afanan en plasmar una y otra vez sobre una hoja en blanco para demostrar lo útil que les ha sido, durante estos años, cada vez que debían renovar sus carnés de identidad. No conocen a Shakespeare, Dostoyevski o Kafka. Algo han oído de Cervantes y su simbólico Don Quijote, pero nunca han tenido la oportunidad, como aquel hidalgo de la Mancha, de disfrutar del orden de las letras sobre un papel.
Precisamente en la Mancha, a 148 kilómetros de Madrid, viven estos dos vecinos de la pequeña localidad de Altarejos (Cuenca), de apenas 193 habitantes. Un pueblo de verano, donde escasean los coches estos primeros días de septiembre en los que los hijos vuelven al trabajo y los nietos al colegio. Tan sólo un minuto a pie separa la casa de Eusebio de la de Basilisa y, a otros dos minutos, se encuentra el Ayuntamiento, justo encima del único bar del pueblo. Allí todos se conocen. «Antes había mucha gente, teníamos hasta cuatro escuelas», …. «Recuerdo a Don Valeriano, que era el maestro. Llegué a la escuela descalzo, me dio dinero y me mandó a la tienda a comprarme unas zapatillas. No se me olvida».
Aquellas aulas rurales tenían su propio espacio autodidacta, «estaba la clase de bote en bote. Los que más sabían estaban a un lado y los que menos a otro, y los que sabían enseñaban a los que no», explica. Ambos asistieron «a ratos» al colegio, «se me resistían las letras«, rememora Basilisa. En el caso de Eusebio, quedar huérfano de padre a los 10 años no le dejó muchas opciones. Había que trabajar en el campo o en el molino, y no había tiempo para los libros.
Cuando llegó la época de la adolescencia, en algunos se despertó el interés por la lectura. «Los chicos iban a aprender a escribir antes de hacer la mili para poder escribir a la novia». Las chicas acudían a asimilar otro tipo de inquietudes obligadas: «les enseñaban a coser»….
Cuando llega una carta del banco, siempre hay un vecino, o como en el caso de Basilisa, un hijo, para leérsela. Pero no siempre fue así. «No había dinero, no hacían falta los bancos», cuenta Basilisa mientras su vecino asiente con la cabeza. Algo impensable hoy. En el mundo en el que ellos vivieron y que ya no existe -no sólo los bancos- los trámites no requerían de tanta burocracia impresa. Para comprar una casa, tres testigos y un escrito que se firmaba con total confianza eran suficientes. ¿Para recibir una herencia?, los dos se echan a reír: «¿Herencias? Si no teníamos nada». Los medicamentos los escribía el médico y era el farmacéutico quien se encargaba de descifrar las recetas.. Simplemente, «no lo necesitábamos. Y para salir del pueblo siempre ibas con alguien», recuerdan.”