Hace muchos, muchos años, concluida aquella etapa de estudiar una carrera y de servir a la patria, quien estas líneas escribe y peina abundantes canas era un joven sonriente, que una alegre mañana pegó el culo a una silla y con brío y buena cara empezó a pasar las hojas de un maldito programa. Fueron pasando los días, fueron pasando semanas y aquel alegre joven empezó a perder la calma, pues vio con inquietud y con no poca alarma que lo que hoy aprendía mañana lo olvidaba. La cabeza le dolía, los oídos le zumbaban, no dormía por la noche y de día bostezaba, y, entre tanto, aquellos temas por su mente resbalaban. ¿Será posible, Dios mío, -quien esto escribe pensaba- que, equivocando el camino, haya metido la pata y esto no sea para mí, pues la memoria me falla? La angustia le corroía y sus fuerzas flaqueaban, pues iban pasando los años y no adelantaba nada. En la provincia vecina | su novia, que era una santa, le animaba por correo mandando cartas y cartas, mientras que al pie de la Virgen con mucho fervor rezaba. Pasados más de tres años comenzó una nueva etapa y se hizo el milagro que el estudiante anhelaba, pues vio con no poco asombro que todo lo recordaba, desde el código de Eurico a lo que la ley manda cuando, muerto el marido, la viuda está preñada. ¡Echarme censos, decía, y las leyes de Vizcaya, usufructos vitalicios y derechos de pernada! ¡Ya no me asustan las leyes, ni aún la hipotecaria! ¡Esto está más que vencido, como la letra cambiaria! Aquí el romance termina, aquí la historia se acaba, pues no es preciso añadir, para no hacerla más pesada, los detalles ocurridos hasta la feliz jornada del lejano año setenta en que el vate que os habla, como en un parte de guerra, pudo decir a su amada: Vete comprando un vestido con una cola muy larga. Se acabó la oposición: ganóse y bien ganada. |