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POR UNAS LEYES MEJORES
 

Manuel Hernández-Gil Mancha, Decano Autonómico de Madrid del Colegio de Registradores

 

 

Manuel Hernández- Gil Mancha

Los que tenemos más años de los que deseáramos habíamos estudiado que una de las características que sirve para distinguir el Derecho público del Derecho privado –valga decir, por paradigmáticos, Derecho Administrativo y Derecho Civil- es que, en el primero, la legislación que lo conforma se genera de modo rápido, incluso apresurado –se ha llegado a hablar de “legislación motorizada”-; en tanto que la legislación civil se modifica poco y despacio, como meditando bien meditado cuáles son las demandas sociales que justifican la introducción de la nueva norma y analizando pros y contras de introducir alteraciones en un régimen jurídico que, en lo sustancial, viene evolucionando muy pausadamente desde el Derecho Romano.

Pues bien, de un tiempo a esta parte, la apuntada contraposición no existe; no es que quiera decir que la legislación administrativa haya ralentizado su producción normativa; es que esa vocación del legislador por la modificación un día sí y otro también, se ha extendido al ámbito del Derecho Privado.

 

En efecto, por lo que se refiere en primer término al Derecho Público, el marco constitucional ha propiciado, de la mano del Estado de las Autonomías, que la verborrea legislativa se multiplique por diecisiete; en algunos casos forzando la introducción en la norma de pequeñas matizaciones puntuales respecto de la legislación de la comunidad vecina, para destacar un pretendido elemento diferenciador, ello incluso viéndose obligado el legislador de turno a realizar grandes esfuerzos de imaginación porque las instituciones jurídicas son como son y son las que son y no admiten diversificaciones sin tino si no es con riesgo de perder su propia identidad. En este sentido son dignas de traer a colación las aportaciones de TOMAS RAMON FERNANDEZ cuando se ocupa de la proliferación de leyes del suelo derivada de la Sentencia del Tribunal Constitucional de 1997. Sostiene el tratadista citado que, de haber sido por la voluntad de los legisladores autonómicos  respectivos, es posible que el Derecho urbanístico español, como un todo unitario, hubiera desaparecido. Sin embargo, no ha podido ser así por cuanto que resulta materialmente imposible crear diecisiete cuerpos legales diferentes para atender a problemas reales casi idénticos. Y, además, tampoco ha sido posible escapar a la calidad técnica de la Ley del Suelo de 1956 que, a pesar de las diversas leyes que la siguieron, ha permanecido vigente en sus principios inspiradores básicos hasta en los textos más recientes.
 

Pero es que en el Derecho Privado se ha producido un fenómeno análogo. En efecto, en los últimos veinte años se han introducido más reformas en el texto de nuestro Código Civil que en sus otros cien años de existencia. Por un lado, el afán de resaltar lo que nos diferencia a que antes aludía, ha propiciado que distintas comunidades autónomas hayan ampliado el ámbito objetivo de sus respectivas compilaciones cuando no han empeñado sus esfuerzos –caso de Cataluña- en crear todo un Código Civil propio, tarea por lo menos ampulosa, habida cuenta de que las especialidades civiles del Derecho catalán –fruto de una distinta evolución del Derecho Romano- habían sido recogidas ya en la Compilación de 1961. Pero, por otro lado, también el propio Código Civil ha sido objeto de variadas modificaciones. Alguna de ellas imprescindible, desde luego, para acomodar nuestro primer texto de Derecho Privado a los indudables cambios operados en la sociedad española, particularmente a partir del último tercio del siglo pasado. En este ámbito hay que incluir las modificaciones establecidas para introducir el principio de igualdad jurídica entre los cónyuges –Ley de 2-Mayo-1975-; la Ley de 1981 sobre Patria Potestad, Filiación y régimen económico matrimonial; la Ley del Divorcio -1987-; la Ley de Adopción -1990-; no discriminación por razón de sexo -1996-; Protección Jurídica del menor -15-1-1966-; Ley 8-X-2002 en materia de nacionalidad, etc. Otras, no tanto. Por ejemplo, debe tacharse de fracaso estrepitoso sin paliativos la introducción del régimen económico matrimonial de participación. Se introdujo en nuestro ordenamiento a bombo y platillo en la reforma citada de 1981 y, a día de hoy, emplazo al lector a que me diga el número de personas de su círculo que se rigen por este régimen económico matrimonial y, en su caso, la importancia estadística que tiene en relación con los otros con los que coexiste (gananciales y separación de bienes). Otras reformas se han introducido un poco más con calzador como la Ley de 1-Julio-2005 que insiste en denominar matrimonio a la unión estable de personas del mismo sexo con quebranto, tanto de la concepción tradicional de la institución matrimonial, como de la lengua castellana[1].

 

En esta situación, cuando se ha abaratado tanto la importancia de introducir modificaciones en la legislación civil (recuérdese por ejemplo, los avatares convulsos del arrendamiento rústico sujeto a legislación especial: ley de 1981, nueva Ley en 2003 y nueva modificación –muy importante- en 2005), sorprende que el legislador no haya tenido el mismo celo en la derogación expresa de determinados preceptos formalmente vigentes que causan sonrojo a cualquiera que los lea. Me refiero, por ejemplo, al artº 1584 CC cuando habla de “el criado doméstico destinado al servicio personal de su amo…” o cuando establece la presunción de que “el amo será creído salvo prueba en contrario sobre el tanto del salario y el pago de los mismos”; artº 1586 “criados de labranza”;1587, “criados”.

 

Pero no se agota con ello el repertorio de preceptos anacrónicos. Así, según el artº 1958: “Para los efectos de la prescripción se considera ausente el que reside en el extranjero o en ultramar”. Artº 1967: Prescribe a los tres años la obligación de pagar “a los menestrales, criados y jornaleros el importe de sus servicios”. Artº 964: La viuda que quede encinta, aún cuando sea rica, deberá  ser alimentada de los bienes hereditarios, habida consideración a la parte que en ellos pueda tener el póstumo, si naciere y fuere viable”.

 

Quiero decir con todo lo anterior que es preciso volver a dotar a la norma del rigor técnico que había tenido antaño y dejar que su elaboración, al menos en sus tramos iniciales de borrador y anteproyecto se encomiende a los técnicos, a los especialistas que verdaderamente conozcan en profundidad la institución que la reforma pretenda abordar y los pros y contras de una modificación precipitada. Para eso tenemos la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia, para eso la Comisión General de Codificación. Y, por favor, que los políticos “metan la mano” –permítaseme por gráfica la expresión-, lo menos posible: ya sabemos que la política del “do ut des” de las enmiendas transaccionales en poco contribuye a la calidad técnica de la norma sino más bien todo lo contrario. Si no cambiamos el rumbo en el sentido indicado volveremos a presenciar el bochornoso espectáculo de la Ley Concursal que, publicada inicialmente el 9 de Julio de 2003, ha sido sucesivamente reformada por RD de 27/3/2009, Ley de 3/11/2009 y Ley de 10/10/2010. Ello por fuerza hace que nos acordemos de la vieja Ley de Suspensión de Pagos que mantuvo su vigencia hasta el 2003, ¡desde 1922!

 

Concluyo con una anécdota que creo resume todo lo anterior. Un amigo mío preguntaba hace pocos meses a un alto cargo del Ministerio de Justicia cómo se explicaba que hubiese en España más de doscientos Registros vacantes y que la convocatoria de plazas de la oposición nunca superara el número de cincuenta, con lo cual era difícilmente previsible que dichas oficinas estuvieran debidamente cubiertas en un plazo de tiempo razonable, resintiéndose la correcta prestación del servicio público y cuando, además, en la historia reciente de la oposición ha habido convocatorias muy superiores en cuanto a número de plazas. El alto cargo respondió: “Es que el art.º 277 de la Ley Hipotecaria establece un tope máximo de 50 plazas y sería preciso modificarlo para ampliar la convocatoria”. Mi amigo se dirigió a su interlocutor de la siguiente guisa: ¿me permite Vd. una impertinencia? Con su consentimiento, leyó el art.º 279 de la propia Ley, cuyo párrafo primero, también “formalmente” vigente, dispone: ”Para ser nombrado Registrador se requiere: Ser español, varón y mayor de veintitrés años.” Sin comentarios.

 

                                      Manuel Hernández-Gil Mancha

 



[1] Diccionario RAE: Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales

OPINIÓN

MODERNIZACIÓN DEL LENGUAJE JURÍDICO

DISPUTAS SOBRE JURISDICCIÓN VOLUNTARIA

 

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