No está de moda defender dogmas, de hecho el final del siglo XX y lo que llevamos del XXI puede ser la época más pacíficamente revolucionaria de la historia, parece que todo está bajo discusión, que todo es opinable, que nada es inmutable, aceptar que algo es blanco o negro no está de moda, vivimos en mundo de infinitas tonalidades de gris, un época en la que todos podemos opinar de todo y pontificar, sin aceptar las opiniones de los demás por muy especialistas que sean en la materia de que se trate. Siempre hemos sido todos seleccionadores de fútbol, pero ahora somos expertos también en Economía, microbiología, geopolítica y, por supuesto cambio climático y ecologismo. Cuando ORTEGA constataba, hace ya 85 años, la rebelión de las masas, no podía imaginarse hasta qué punto iba a llegar esa insurrección, ya no es que algunos espectadores se suban al escenario, es que todos estamos en él aleccionando a un vacío patio de butacas. Y si esto sucede en todos los aspectos de la Sociología y de las Ciencias, es lógico que no sea una excepción la Economía, que, por su propia juventud, no ha consagrado todavía excesivos dogmas. Uno de ellos sin embargo era que, en Política Económica, la política fiscal y la monetaria eran como dos ruedas de una misma bicicleta y, para circular por una senda económicamente correcta, era necesario por lo menos que fueran en la misma dirección, por lo que ambas debían estar bajo una sola autoridad soberana en la adopción de medidas. Sin embargo, cuando se creó la unidad monetaria en Europa, se consideró que ese dogma de unidad decisoria era prescindible, no pareció ningún anatema unificar la política monetaria, que eso supone crear una moneda común, sin unificar la política fiscal de las naciones miembros de la Comunidad Europea. Simplemente se establecieron unos criterios de austeridad fiscal, de reducción de déficit, necesarios para poder acceder a esa nueva moneda en el momento de su creación, todo ello a modo de una instantánea, un posado al que se prestaron, muy bien maquillados para el evento, los países que unificaban sus monedas en el euro. Pero no se previó ninguna expulsión del club, con lo que, al día siguiente, empezó el proceso de desarmonización fiscal en un torpe, insolidario y egoísta proceso, por el que cada Estado, que tanto había presumido de unidad la víspera, comenzó a separarse de la senda fiscal común en busca de beneficios particulares, casi nunca económicos, casi siempre políticos, a corto plazo para él y/o sus gobernantes, muy conscientes que la severidad fiscal no es precisamente lo mejor para conseguir votos. En ese proceso resultó que Gran Bretaña prefirió darse mus, ignoró la unidad monetaria y escogió seguir siendo soberana en su moneda y en su política fiscal, con excelentes resultados como se ha visto. Lo que en su momento se vio como un error histórico consecuencia de su soberbia, ha resultado ser una decisión muy benéfica tanto para el Reino Unido como para el resto de la Comunidad, ha seguido una política económica autónoma y ha defendido sus propios intereses sin que esa defensa supusiera pisotear los ajenos. Porque los países de la zona euro se plegaron como papanatas a los deseos de Alemania, maestra desde 1930 en adoptar una política monetaria restrictiva, defendiendo siempre más su moneda que a sus ciudadanos, convencida, con tozudez teutona, de que el enemigo es la inflación y que su divisa, marco o euro, tanto da, es como la acción de una empresa de la que se es socio: si sube en su cotización es que está bien gestionada, si baja es síntoma de que algo se hace mal. Esa dura política dio buenos resultados en Alemania y convenció, me gustaría saber por qué, a todos los demás socios de que si, primero, premisa mayor, Alemania no la había cambiado en 80 años y, segundo, premisa menor, Alemania es un país próspero, podía deducirse como conclusión del silogismo que la adopción sin modificaciones de esa política y su mantenimiento en el tiempo, caiga quien caiga, redundaría en la prosperidad de toda la zona euro. Nadie pareció creer que la prosperidad alemana no fuera consecuencia de su política monetaria. No se pensó, ni por lo visto se piensa ahora tampoco, que esa prosperidad es la resultante de la honestidad de sus políticos, de su política de constante inversión en I + D +I, de su tejido industrial derivado de ello, de la calidad de sus Universidades, de las virtudes de un pueblo educado en el trabajo, austero y disciplinado, capaz de superar los mayores desastres. Su política monetaria es fruto del deseo, marcado a fuego en la conciencia individual y colectiva de ese pueblo, de nunca más repetir la experiencia vivida en la gran inflación de entreguerras, la única vez en la historia en que los alemanes perdieron la esperanza en un futuro mejor. Para la memoria histórica de ese pueblo es más trágica esa inflación que la postguerra del 45, porque de la segunda nunca dudaron que saldrían, entre otras cosas porque asumieron que, sin aquella hiperinflación, nunca habrían caído en el mesianismo que llevó al nazismo al poder y, por tanto, tampoco hubieran padecido las desgracias de la segunda guerra mundial. No es por tanto su política monetaria restrictiva la causa de que se cree riqueza en Alemania, es, todo lo más, la condición necesaria para que esa riqueza no se destruya en la tragedia de una nueva guerra y para que se mantenga y no se volatilice en el éter de la inflación, la inflación baja, por sí sola, no crea riqueza, pero mantiene el valor de los bienes. Se creyó que la política monetaria alemana era la panacea para toda la zona euro, esa creencia fue y es, incluso en una época antidogmática como la actual, un auténtico artículo de fe. Pero, en mi humildísima opinión, pensar así es igual que creer que empadronarse en Mallorca es suficiente para jugar al tenis como Moyá o Nadal. La baja inflación y el mantenimiento del cambio o la revalorización de la moneda son una maravillosa hucha donde guardar la riqueza, pero hay que saber o poder crearla. Volvamos la vista atrás de nuevo: los deseos de crear una moneda única no se debieron a voluntad de crear una real unión entre todos los países, esa voluntad no ha pasado nunca del nivel de la demagogia de los políticos, acompañada de actos de los mismos conducentes a todo lo contrario. La unión europea sigue siendo sólo una unión de mercaderes, los deseos de unificar moneda no tenían como fin la cohesión europea, sólo buscaban la agilidad en el comercio, tanto intereuropeo como entre Europa y el resto del mundo, usando moneda propia en las transacciones y la accesibilidad a los mercados internacionales de títulos nominados en moneda nacional. El primer sistema de pseudo unión monetaria se produjo con el ECU, una cesta de monedas europeas utilizada para transacciones internacionales y para emisión de empréstitos por Estados y grandes corporaciones. No era una moneda nacional pero tampoco era del todo extranjera, fue un exitoso primer paso que condujo a la invención del euro, que no buscaba ser un ECU cambiado de nombre sino un dólar cambiado de continente. Y así, mal que bien, se inició la senda de la moneda única europea, y todos salimos ganando con ello, los países fuertes de la Comunidad accedieron a los mercados en mejores condiciones que antes, porque para poder endeudarse en moneda propia no sólo es necesario que se trate de una moneda fuerte, sino, además, se requiere que sea una moneda abundante, por lo que el euro era mejor acogido que el marco o el franco. Los países débiles, los cuatro cerditos, y los pequeños, pudimos por primera vez acudir a esos mercados internacionales endeudándonos en moneda propia y no en dólares o yenes y todos conseguimos comerciar entre nosotros sin necesidad de cambiar de moneda e incluso utilizar la nuestra, el euro, en transacciones con Estados no miembros de la Comunidad Europea. A todos los políticos europeos se les llenó la boca manifestando que era el primer paso auténticamente importante para conseguir la real unión política europea, el primer peldaño en el camino a dar a luz los Estados Unidos de Europa, pero no era cierto, ningún político europeo del siglo XXI desea de verdad eso, se producirían demasiadas reducciones de poder, de cargos y de prebendas que, desgraciadamente, suele ser lo primero que valoran los presuntos servidores públicos europeos. La consecuencia fue que, lógicamente, tras recibir todos los gobernantes los aplausos consecuencia del éxito y ventajas del euro, y, conscientes todos ellos de que ahí se acababan los deseos de unión, abandonaron la soberanía en política monetaria y se dedicaron a gestionar una política fiscal muy expansiva consecuencia de aprovechar su acceso por primera vez de forma libre a mercados financieros que antes tenían vedados, como un niño al que se le deja sólo en una juguetería. El euro se convirtió en el cuerno de la abundancia para todos los países y el nivel de endeudamiento en la zona euro creció de forma exponencial[1], los niños aprovecharon bien la incursión en la juguetería.
Era una gran fiesta, en la que se divertían tanto los ricos como los pobres, o quizás más los primeros, porque sin esa inundación de liquidez nunca hubieran podido vender sus productos a los pobres. Era el paraíso del político: inflación controlada, financiación asegurada a buen precio, sin tener siquiera que ser fiscalmente restrictivo, el euro era una maravilla. Tan contentos estaban que no dudaron en ceder el control de la política monetaria a Alemania, si todo va bien para qué cambiar, y no pareció darse cuenta nadie de que someterse a los criterios monetarios de un solo país suponía entregarle una porción de soberanía. Lo que hicimos no fue unificar nuestras políticas monetarias, en lugar de eso nos pusimos firmes y en el primer tiempo de saludo a las órdenes de Alemania. Dejamos de ser sus socios, nos convertimos en sus colonias. No hubo el más mínimo debate, no se estudiaron ni previeron las consecuencias de aplicar semejantes rigideces monetarias a países cuyas economías eran absolutamente diferentes de la alemana y cuya tradición era cabalmente la contraria. Porque conviene no olvidar que la política monetaria alemana es única en el mundo mientras que Alemania no es el único país económicamente desarrollado, no está, pues, tan claro que su política sea la única aceptable y ni siquiera que sea exportable. Las consecuencias de ese colonialismo pronto se hicieron notar, las metrópolis no suelen ser muy amables con sus colonias. Mientras duró la bonanza no hubo problemas, el endeudamiento de los pobres permitió comprar a mansalva productos a los ricos, quienes a su vez también se endeudaron a tipos inferiores a los que conseguían anteriormente en sus monedas y/o sin el riesgo de endeudarse en divisas extranjeras. Hay un principio, un dogma en materia de Deuda Pública, del que nadie habla: CUANDO UN ESTADO CONSIGUE COLOCAR SU DEUDA, NOMINADA EN SU PROPIA MONEDA, EN LOS MERCADOS INTERNACIONALES, NUNCA TENDRÁ QUE PAGARLA POR GRANDE QUE SEA SU VOLUMEN. Por ejemplo, la Deuda en dólares que permitió a Estados Unidos financiar la 2ª guerra mundial, sigue ahí, y constituye una ínfima parte del total de la Deuda viva de ese país. Ningún acreedor será tan tonto como para exigir el pago, porque mientras el emisor tenga imprentas, no le costará nada pagarla y el deudor cobraría en una moneda que, por su culpa, estaría infinitamente devaluada. El default sólo se da en países de segunda división que, para acceder a esos Mercados, deben nominar su Deuda en moneda extranjera que no podrá crear en sus imprentas Cuando comenzaron los problemas financieros en el mundo en 2007 se produjo una caída espectacular de cotización de la Deuda en euros emitida por los Estados pobres de Europa, abriéndose una brecha enorme con la deuda de los ricos, elevando la prima de riesgo a niveles que suponían el default de Grecia, Portugal, Irlanda y casi la nuestra y la de Italia. Podía haberse evitado unificando toda la Deuda en Eurobonos, pero la Metrópoli prefirió oponerse y seguir gozando de su baratísima financiación, ampliando así el diferencial con los países en problemas, a los que además, se abroncaba por haber hecho las cosas mal. Alemania era el único Estado que se beneficiaba de ese principio universal de impago de la Deuda de los países solventes. Al confiarle la Política Monetaria resultó que era el único en la zona euro que podía disponer a voluntad de la imprenta, los demás nos encontramos con una enorme cantidad de Deuda en moneda casi extranjera, empezamos a ver que la refinanciación nos costaba cada vez más cara, se estableció una carga sobre los pobres mayor que sobre los ricos, carga que no podía reducirse con devaluaciones. A todos los países en problemas se nos aplicó la misma receta: recortes brutales del gasto público y subida de impuestos, es decir, políticas fiscales restrictivas, unido todo ello al encarecimiento del tipo de interés de nuestra deuda, cuando no de la imposibilidad de colocarla en el Mercado. Consecuencia: freno a las importaciones, sin caer en que, a la larga, es decir, ahora, eso haría caer en recesión a los ricos exportadores. La Metrópoli deja de vender a sus colonias porque éstas no pueden pagarle y las colonias tampoco pueden vender sus propios productos a la Metrópoli por la propia recesión de ésta. Ya llevamos dos crisis seguidas, la famosa W, y tiene pinta de que llevamos camino de una tercera. Puestos a elegir letra, ya no nos sirve la W, mejor la O, más representativa del círculo vicioso en el que parece que nos encontramos. Y ese movimiento circular origina fuerzas centrífugas, crece el euroescepticismo como crecen los nacionalismos en los diferentes Estados, se nos habla tan incesante como demagógicamente de una presunta unidad que no se ve por ningún sitio, porque la sensación es que los países miembros de la Comunidad no son nuestros socios sino nuestros competidores. En estas épocas de crisis no se ve solidaridad paneuropea sino una especie de sálvese quien pueda. Aquí y ahora vale todo, incluso vale maquillar hasta la falsedad las cuentas públicas tratando de ocultar la realidad a los socios. Saldremos de esta crisis, de hecho estamos saliendo. Desde Moisés se cumplen los ciclos de siete años de vacas flacas y otros siete de gordas, y estamos acabando el séptimo de flacas, pero salimos a mucha más distancia de los líderes, Estados Unidos y China de la que nos sacaban al empezar. La crisis ha sido un vendaval que ha levantado la camisa de la Comunidad Europea exhibiendo sus vergüenzas. Ha quedado evidente que hemos quedado a mitad de camino en el proceso de unidad, y digo nos hemos quedado, no digo que estemos, la situación actual va para largo. Nadie va a hacer nada para democratizar la toma de decisiones monetarias, aquí manda uno y punto. Además, los intereses de la clase política europea nos harán quedarnos aquí indefinidamente porque cualquier progreso hacia la unidad producirá una reducción exponencial de personas con poder, sueldos y prebendas, que desde el tratado de Roma no han parado de crecer. El actual sistema de unión monetaria con mantenimiento de los Estados y sus poderes fiscales es el paraíso de PARKINSON, el mayor ejemplo imaginable de pirámide burocrática creciente, que puede acabar asfixiándonos. Así no vamos a ninguna parte y si nos quedamos aquí la decadencia europea será inevitable. Nuestro futuro será el de convertirnos en un parque temático para vacaciones de americanos y chinos. Sólo hay dos soluciones y ambas pasan por una premisa básica: que nuestros gobernantes sean democráticamente elegidos por nosotros, no como ahora que quienes rigen nuestra política monetaria son elegidos por los ciudadanos de uno sólo de nuestros socios/competidores por lo que las medidas adoptadas por ellos lógicamente buscan favorecer principalmente a sus electores. La primera solución sería volver atrás, ser de verdad insolidario, recuperar la soberanía monetaria, arreglar nuestros problemas de la única forma que tradicionalmente sabemos hacerlo, a base de devaluaciones que hagan atractivos nuestros productos por precio ya que no lo son por calidad, acabar con la tiranía monetaria impuesta, reconducir la Unidad Europea a sus orígenes, es decir un mercado comunitario con libre circulación de mercancías y un fuerte arancel común y punto final. No aspirar a más. Cada país tendría otra vez su moneda y podría competir con los otros con medidas fiscales y monetarias, como un boxeador con dos puños, no como ahora que sólo tenemos uno, mientras Alemania tiene dos. Quizás imaginar seriamente esa posibilidad haga comprender que, en esa situación, todos saldríamos perdiendo, y digo todos, posiblemente a prorrata del tamaño de cada Economía, es decir más pérdidas para los países ricos que para los pobres. Un endeudamiento como el que ahora tiene Alemania no se podría mantener con títulos emitidos en marcos salvo a tipos de interés muchísimo más elevados, y del proceso saldría un marco muy revaluado que dificultaría sus exportaciones. La segunda y mejor solución, desde luego, sería transformar las fuerzas centrífugas en centrípetas, parir de verdad los Estados Unidos de Europa, con un único Gobierno y un Parlamento elegido por sufragio universal, un Presupuesto, una Agencia Tributaria, un Banco Central, una Diplomacia y un Ejército también únicos y una Deuda común, que nunca habría que pagar, y, como consecuencia de todo ello, con unos cuantos millones menos de burócratas. Y es muy urgente, no podemos seguir en este impasse. Desde luego que ese proceso unificador absoluto no se puede hacer en un día, llevará muchos años, pero hay que empezarlo, urge la adopción de decisiones que nos comprometan seriamente a ello y que se inicien pasos en esa dirección, quizás tan espectaculares como la elaboración de una auténtica constitución y un referéndum paneuropeo aprobándola. Es necesario caminar en ese sentido para que Europa renazca económicamente y tenga en el concierto de las naciones el auténtico puesto de liderazgo que por historia y cultura le corresponde. Joaquín Osuna Costa Agente de Cambio y Bolsa Notario Agosto 2014
Artículo publicado el 26 de octubre de 2014.
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